Nacho Vigalondo no se acuerda de sus sueños. Dice que su vida onírica es “una mierda”, que maneja un inconsciente bastante estéril, bastante devastado. Nunca ha tenido un sueño cuya adaptación fuera cara. Ni espectacular. Tiene sentido esa declaración en cuanto se le observa vivir. Tan centelleante, tan teatral, tan sorprendente. Su presencia revira lo que tiene alrededor.
Es el centro, el torbellino, el elemento disonante e inteligente en el que empiezan las películas. El conflicto que mejora la vida: sea, el que le da relieve. Una grieta poética y algo surrealista en un mundo más bien grisáceo. Normal que no sueñe: está viviendo, pero de verdad, y eso agota. “No tengo sueños… así que se los regalo a la gente a través del cine. Algo tendré que dar”. Ni siquiera sueños húmedos. Siempre se le cortan antes del clímax. Vaya rollo.
Le veo llegar al Café Comercial colocándose con agobio la chaqueta, como hacen los chicos malos que llegan tarde, y contando alguna historia sobre una gripe pre-primaveral que no ha esperado a que acabe la promoción. Enseguida le aparecen los destellos.
Acaba de presentar Daniela Forever, una obra hermosa, escapada de sí misma, extravagante, angustiante, romántica, enferma, novedosa, rota. La ha escrito y dirigido él mismo, y resulta que verla es como entrar en otro estado: quizás sea como meter la cabeza debajo del agua. Nos da herramientas para vivir en otros planos: para mirar de otra manera, para pulsar el mundo con insólita autonomía, desafiando las leyes del tiempo, de la moral e incluso del código penal.
Nacho Vigalondo.
La protagonizan Henry Golding, Beatrice Granno y Aura Garrido, con apariciones de Nathalie Poza o Rubén Ochandiano y alguna especialmente conmovedora, como la de una Itziar Castro-taxista que te salva la vida de madrugada, como si la fallecida actriz hubiese vuelto a este lado. De hecho, la dedicatoria del filme va por ahí, por las ausencias, por la fantasía del regreso: “Esta película es un beso para despertar a Patricia, a Itziar y a Miguel”. Algo suena ‘crash’.
Daniela Forever. Veamos: chico conoce a chica una noche cualquiera en Madrid, bajo las luces de una fiesta. Chico músico, chica pintora. Chico se enamora. Chica… ¿también? Más bien sí, pero quizá no tantísimo como él a ella. Chico y chica salen y son bastante felices. Chica muere en un accidente de tráfico. Chico cae en la depresión.
Entonces, una amiga le recomienda una medicación experimental: unas pastillas que te permiten tener sueños lúcidos (es decir, sueños conscientes que puedes controlar e ir regulando) para paliar la ausencia, buscar nuevos estímulos y reducir la dependencia a la persona que se ha ido. Sólo que él… lo usa para todo lo contrario, para potenciar a su Daniela psíquica, para vivir con ella y amarla hasta habitar más la oniria que la realidad.
Dice Vigalondo que es una película que “niega el presente”. Es verdad. Nos gusta más la vida de cualquiera que la nuestra. O las vidas que no tenemos. O las vidas que sólo arañamos en el inconsciente, con las que jugamos creyendo que no comprometemos nada.
Sueños infantiles
Eh, eh. Al final Nacho sí que se acuerda de un sueñecillo infantil. De uno solo. Uno que le volvió a la cabeza a veces como un siroco raro. “Recuerdo que soñé que me levantaba un día y ya era mayor. No era una pesadilla, no era nada kafkiano, no era una cucaracha, sólo un hombretón, así de golpe, de repente. Si yo tenía seis años cuando lo soñé, pues… me levanté con lo que para mí era una edad incalculable. ¿16 años, 17?”, ríe.
“Era un adolescente, es decir, un anciano a ojos de un niño muy pequeño. Entonces iba y le decía a mi madre ‘mira, mamá, ya he crecido’, que equivalía a algo muy normal, como ‘mira, mamá, ya me he vestido’. En mi sueño se crecía por escalones, no en curva. Di el estirón, fue como si me llegara la regla”.
Cuando la cámara de Los Oscar le enfocó en su jornada histórica, a Vigalondo no se le ocurrió otra cosa que hacer un gesto en honor a Chiquito de la Calzada
O sea: Nacho soñó con saltarse todos los ritos iniciáticos. Sin ánimo de ponerme psicoanalítica, este caballero siempre ha sido un poco precoz, como cuando en 2004 fue nominado a los Oscar en la categoría de mejor cortometraje por su pieza 7:35, lo que él llamó “un musical de pobre”. Cuando la cámara le enfocó en esa jornada histórica, a Vigalondo no se le ocurrió otra cosa que hacer un gesto en honor a Chiquito de la Calzada. Jajá. Pienso que ésta es una gran definición de personaje. Esa frescura ibérica, ese homenaje loco y libre a las cosas raras y bellas que uno amó (y que no todo el mundo entiende).
Nacho Vigalondo.
Volvemos al cierre del único sueño memorable de su vida: “Mi madre no se sorprendía en absoluto de haberme visto crecer de golpe, de hecho me decía algo como ‘qué casualidad, pues perfecto, porque yo esta noche me voy a hacer vieja’”, ríe Nacho.
El peso del tiempo
“Quizás sea una imagen para pensar cómo percibimos el tiempo. Y cómo nos miramos a nosotros mismos, ¿no? Un día te das cuenta de que eres un poco viejo. Te sientes un niño… y justo pasan dos operarios con un espejo por tu lado de la calle y te ves reflejado y flipas: eres mayor. Es como cuando ves una foto de hace diez años y dices, joder, pero, ¿cómo tenía yo ese pelo? Lo tenía, no supe verlo, y ahora ya no lo tengo. Bajas a un bar y descubres que estás sudando”, bromea.
Y continúa: “No nos vemos bien a nosotros mismos. Hay una disonancia. Mira, pienso en cuando vino Massive Attack a Madrid, quizás fue en 2021, y yo fui y miraba a los lados y decía ‘jolín, me llama mucho la atención que la gente sea tan mayor, ¿no? Vamos, que no sabía que este grupo le gustaba a tantos viejos’. Eran todo gente de mi edad”, se parte.
La verdad es que de adultos (de cada vez más adultos) nada ha sido como habíamos imaginado, ¿no? “Yo pensaba, por ejemplo, que con la edad los recuerdos de uno se iban amontonando, ordenaditos… como en una despensa. Y que de repente el suelo iba a ser sólido, que todo iba a estar mucho más claro, que iba a tener una opinión para todo. Pero no, todo es un cacao aún más grande”. Estamos de acuerdo.
Nacho Vigalondo.
Por si acaso, subraya que no ha aprendido nada haciendo la película. “Si acaso, soy aún más idiota, lentamente más idiota. No hay momentos epifánicos en la vida, aunque en el cine siempre se cuenten así. No hay un malo que se vuelva bueno porque alguien le diga una frase que flipe. No se te cae una taza, tienes un flashback, y cuando te incorporas ya eres bueno. Esto es algo ridículo que la ficción nos ha ayudado a aceptar. Las redenciones son en curva, como todo, pero hemos comprado que te vuelves bueno y dices ¡venga, a bailar!”, ríe.
Nacho, ¿tú eres tu cerebro?
Ah, no, por supuesto que no, no tenemos nada que ver. Yo creo que hay una disociación. ¿Tú crees que si yo fuera mi cerebro, por ejemplo, no soñaría lo que quiero? No quiero sentirme responsable de mi basura, así que no, no soy mi cerebro. Hay cosas que funcionan mal en él. Hay una reacción en cadena química y siento que al final de todo no estoy yo. ¿Por qué soñaría entonces con mi padre y conmigo haciendo agujeros en el suelo? Ojalá yo pudiese crear cada noche un festival. Creo que aún no se sabe por qué tenemos sueños, igual que no se sabe por qué tenemos hipo.
"Mi cerebro y yo no tenemos nada que ver"
Me dijo un reputado psiquiatra que no tenía ningún sentido que le prestemos tan poca atención a los sueños, si ocupan 1/3 de nuestra vida.
Es verdad, ocupan mucho, pero yo creo que lo ideal sería que no hubiera sueños, ¿no? Todo esto puede ser agotador. Me parece más valioso lo que pasa en este lado. Es que el análisis de sueños… esa conclusión a la que se llega… la verdad es que los humanos llevamos toda la vida viendo caras en los árboles. “Mira, esto es una cara triste, este árbol está triste. Y ahora mira esta nube”. ¿Tiene que significar algo eso, en realidad? Si los hubiéramos no estuviéramos en esta tierra, ¿qué significado le encontraríamos a una cebra?
Pero es que es justamente eso lo que nos hace humanos: somos seres simbólicos.
Bueno, que queramos darle un significado a todo no quiere decir que lo tenga. A lo mejor los euros son un poco el ‘Bolero mix’ de la neuroquímica. La pastilla que yo he inventado en esta película arruina toda la posible poética de los sueños. Si tú la tienes, haces lo que quieres… ¡el mundo onírico de Buñuel es maravilloso, pero creo que el mío no tanto! Sobre todo porque yo vengo con una trituradora y lo aplasto. La pastilla mata la magia.
Nacho Vigalondo.
La realidad (lo que es real o no) es un consenso, igual que la locura. ¿De qué forma estás tú loco?
Bueno, yo tengo TDH. No estoy loco.
¡Yo me refería a tu cerebro creativo...!
(Ríe) Bueno, tengo mi propia música y un espectro de voces, un vecindario, pero como todos, ¿no? A este lado están los autistas, a este lado están los Asperger… Yo tengo una relación diaria desde niño con los circuitos que se me dan y los que no, y soy como un ordenador que sabe cómo reiniciarse. Me digo “ya, es suficiente”. Y cuando intentas eso procuras ser lo más libre a la hora de escribir y de dirigir. El problema es, al final, que soy demasiado racional.
¿Tú qué crees que es lo que hace que tú seas Nacho Vigalondo, ya que supuestamente no es tu cerebro lo que te define?
¡Mi sangre cántabra! (Ríe). Imagínate que tuviese una respuesta preparada para eso, ¿no? ¿Desconfiarías de mí? Sería un poco preocupante. Es como cuando se le pregunta a un tío importantísimo, a un deportista o un cantante, cuál es su mayor defecto… y te dice que es que es demasiado perfeccionista. O te contesta algo al segundo. Es una persona que se piensa demasiado a sí misma.
"Todos tenemos fantasías de poder. Si tuviésemos la oportunidad... lo mismo seríamos peor que los oligarcas"
Tu protagonista es un poquito hijo de puta, pero, ¿en qué medida no lo somos todos?
Sí, si él lo es todos los somos, porque si tuviésemos su circunstancia haríamos cosas mucho peores. Barra libre para uno todas las noches. Henry nos pone frente al espejo pero es un ángel comparado con nosotros.
Dentro de nosotros hay un tirano.
Sí, desde luego, todos tenemos fantasías de poder. Vemos mucho en las noticias últimamente a los oligarcas millonarios… y decimos que la democracia se ha convertido en una cosa horrible… pero todos nos hacemos constantemente las víctimas. Si nos dieran el mínimo poder, si nos dieran cancha, seguramente abusaríamos de él y seríamos peor que un oligarca.
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Me gusta que la película ponga de manifiesto lo mal que nos llevamos con la libertad de los otros. Nos importa un carajo el consentimiento: ya no sólo el sexual, sino el afectivo. ¿Crees que si pudiéramos obligar a los otros a que nos quisieran, lo haríamos?
Oh, sí. Yo creo que al menos esa es una bonita pregunta. Yo, por supuesto, quería meterme en ese jardín que me interesa tanto. Reconozco que el mayor riesgo de la película es ese, que el protagonista sea una persona que muestra sus grietas, porque la revelación es más fácil asimilarla a través de secundarios, pero… ¿a través de nosotros mismos? Ah, no, eso no. Tendemos a victimizarnos y a masajearnos. Nosotros somos muy buenos.
¿Qué sabes de tu propia libertad? ¿Cuándo la ejerces, cuándo te sientes libre?
Mira, yo me siento libre ahora. Siento que todo puede empeorar y que todo puede fallar e un momento dado: todo es hacia abajo. Pero creo que desde que entré en el mercado laboral, creo que no he hecho nada por dinero. Tampoco he querido tenerlo.
¿No te gusta el dinero?
No me interesa mucho el dinero, la verdad. ¿Qué podría comprarme? ¿Quién es más rico: el que tiene mucho dinero o el que no lo quiere? Oye, tampoco soy un asceta, zeta, zeta, top. Bocadillo de queso con asceta. No soy ningún santón. Soy consumista. Pero no quiero coche ni nada…
Algún lujito tendrás, una cosita un poco obscena.
Lo más obsceno que me he podido comprar es… contenido. O un juego de mesa que me ha podido llegar a costar 500 euros. Pero eran como siete cajas. ¡Eso es para toda la vida, eh! Te dura una década en casa. ¿Y lo que te quitas de juergas por ahí, porque te quedas en casa jugando a esto? Haces las cuenta y te sale a devolver.
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Eres el único comunista de España. O el último.
No, no. Soy un esclavo del capitalismo como todo hijo de vecino. Un viaje habrá que hacer algún día, pues sí… pero vamos. Que no me apetece a mí nada. A mí ahora me gusta más estar en casa. En el covid me planté, Coca-cola para todos y algo de comer. No he vuelto a salir tanto. Hubo una época en la que si alguien quería parodiarme, hablaba de lo presente que estaba siempre en la noche, por aquí y por allá.
Eso es maravilloso, ¿no?
No es maravilloso salir mucho, pero tampoco es malo.
No se puede salir sin que te guste la gente.
Eso sí. Pero en casa se está bien. Tienes WhatsApp para hacer cuatro chistes. Y tengo mi juego de mesa… con un personaje que vive años y años.
Es como un heterónimo de Pessoa, ¿no? Una prolongación de ti que te sobrevive, que vive por ti, como un soldado tuyo que echas ahí a rodar… es como si vivieras más veces.
¡Qué bonito eso! ¡Me flipa!
¿Cuántas noches de nuestra vida hemos conocido a gente que nos ha cambiado la vida?
Demasiadas.
¿Cuántas veces la volveremos a conocer? Ante la duda… ¿es mejor salir de fiesta? Es algo que sugiere tu película.
Tú una noche sales a un bar y conoces a alguien que te cambia para siempre, esto es así, quedas modificado, y eso en casa no pasa… pero bueno, en casa tampoco te arriesgas a que te destruyan la vida (ríe). ¿No? Fíjate lo que sacrificamos en nombre de la seguridad.
Pero hemos venido aquí a sentirlo todo, ¿o no?
Sí, sí, sí, rotundamente. Pero no todo el tiempo (ríe). La edad tiene cosas fascinantes. Y a veces flipo.
¿Cómo ha cambiado tu forma de entender el amor desde los 18 años hasta ahora? ¿Cómo amas ahora?
Ahora con más cuidado, o eso quiero pensar. Todos hemos sido un poco tóxicos, un poco contaminantes, qué bonita palabra, ¿no? Mejor que tóxico, contaminante.
Atómico.
Atómico me encanta. No sé, creo que intentamos aprender a ser más generosos. Pero esas cosas se tienen que decir desde fuera, no puedes decirlas tú. Hay gente que dice “yo es que esto me pasa por buena, porque soy buenísima, una gran persona”. Sospecha enseguida de esa gente, claro. Yo estoy pensando en una persona en concreto (ríe). Pero qué imagen más mala daría yo, o cualquier hombre cis heterosexual blanco diciendo “ya no soy tóxico”. No sé. Estamos investigando.
Nacho Vigalondo durante esta entrevista.
Veo tu película y veo Madrid. Pienso en el Madrid de Garci, en el de Sabina, en el de Ayuso, en el de Jonás Trueba… y ahora en el tuyo. ¿Qué hacemos con esta ciudad que nos aplasta y nos hace felices al mismo tiempo?
Más que tener muy claro el Madrid que quería mostrar, yo estoy muy agradecido y bendecido por todas las veces que he visto Madrid en las películas del pasado. Cómo un espectador puede ver una peli este fin de semana y ver lo mismo dentro de cinco siglos. Me gusta la dulce posibilidad de que en el futuro lejano alguien pueda ver mi peli y decir “mira, así era Madrid entonces”. Es como un regalo. Es como un perfume. Si las películas son mensajes en una botella lanzados hacia el futuro, yo he incluido un par de postales sobre Madrid… Es algo tan infantil como eso.
¿Te gusta el Madrid de Ayuso?
¿El Madrid de Ayuso? Yo no lo percibo en la calle, para mí el Madrid de Ayuso está en las noticias, no en un espacio que compartimos. Yo el Madrid de Garci lo tengo cerca del corazón. Y el de Sabina me ha dado miedo alguna vez en el pasado, cuando vivía en Cantabria, y escuchaba sus canciones y me pensaba que esto era… mucha mucha policía, ¿sabes? La canción esa de Pacto de Caballeros. O un navajazo constante (ríe). Como en Cruz de Navajas, que sé que no es de Sabina, pero tú me entiendes.