Hay un momento, siempre lo hay, en el que la vida se detiene y te obliga a mirar hacia dentro. A mí me ocurrió cuando escuché a Belén decirme que volvía a África. No era un viaje de placer, ni un gesto de turismo condescendiente, ni esa pose solidaria que a veces se exhibe en redes sociales. Era algo mucho más profundo, más serio, más humano: era volver a Sierra Leona con la Fundación Diego González Rivas para operar, para salvar vidas, para recordar al mundo que la medicina no es un privilegio, sino un derecho.
Belén y María. Dos nombres sencillos, casi cotidianos. Pero allí, en la tierra roja y ardiente de África, sus nombres pesan como los de dos heroínas silenciosas. Enfermeras del San Rafael, acostumbradas a la precisión, a la rutina del hospital, al orden limpio del primer mundo… y sin embargo capaces de lanzarse a lo desconocido, donde la luz se va sin avisar, donde un hotel es apenas una casa en ruinas, donde la palabra “miedo” adquiere otra dimensión.
Yo lo sé. Lo sé porque lo sentí en mi piel cuando leí en una publicación de Diego que una de las niñas que iban a operar había desaparecido. No se sabía nada: si secuestrada, si regalada por sus propios padres, si perdida en las sombras de un continente donde la vida pesa lo que alguien quiera pagar por ella. Y entonces sentí miedo. Miedo por mi amiga. Y se lo dije. Pero también vi que las ganas de Belén y María eran mucho más grandes que cualquier sombra. Su fe en lo que iban a hacer era más fuerte que el miedo que podían llevar dentro.
El viaje es una liturgia. Coruña-Santiago, Santiago-Madrid, Madrid-Bélgica, Bélgica-Sierra Leona. Horas de espera, trasbordos, fronteras, cuerpos cansados que se resisten a caer. Llegar tarde, demasiado tarde, y aun así meterse en un jeep en la noche negra de África, dos horas por carreteras sin farolas, sin señales, sin certeza de llegar. Ese jeep no era solo un vehículo; era un símbolo: avanzar siempre, incluso en la oscuridad.
El primer alojamiento fue casi una bofetada. Lo que aquí llamamos hotel allí es apenas un refugio que se cae a pedazos. Una casa desdentada, sin luz, sin orden, sin comodidades. Y esa primera noche, de golpe, la luz desapareció. Se fue la red eléctrica y se quedaron a oscuras, en medio de la negra África, inmóviles, sin poder moverse, sin ver nada más que el blanco de los ojos brillando en la oscuridad. Allí entendieron lo que significa estar expuesto, vulnerable, frágil, sin nada más que la esperanza de que la luz decidiera volver.
Y lo lograron. Porque ellas funcionan así: cuando una cae, la otra levanta. Cuando una duda, la otra empuja. Son como dos pulmones latiendo al unísono en medio de la nada, respirando juntas el aire denso y cargado de África para seguir adelante. La energía, esa fuerza invisible que nunca se destruye, viaja entre ellas como un río interminable.
Pero también hay otros héroes en esta historia. Los técnicos, los mecánicos, esos cirujanos de máquinas que se encontraron la unidad móvil herida, cansada, casi rota tras el viaje. Donde Diego González Rivas abre un pecho y salva un pulmón, ellos abren motores, cables, engranajes, y devuelven la vida a una herramienta sin la cual no habría cirugía, no habría milagro posible. Sin ellos, el bisturí no corta, la anestesia no duerme, la medicina no llega.
Y cuando me contaban cómo era aquello, cuando me explicaban lo que significa enfermar en Sierra Leona, comprendí la magnitud del abismo. Allí se decide quién vive y quién muere. Si no tienes dinero, no te tratan. Estás condenado a morir. Si tienes algo, entonces puede que haya una oportunidad, pero incluso así la medicina no es la misma que aquí. En los hospitales africanos los pasillos son dormitorios improvisados: niños, padres, abuelos, familias enteras que acompañan al enfermo porque allí no hay nadie más que lo haga. Son ellos quienes les dan de comer, quienes les lavan, quienes los mantienen con vida en lo más básico. El hospital atiende la enfermedad, pero no atiende a la persona. No hay higiene, no hay alimentación, no hay cuidados sociales. A veces, más que un hospital, parece un lugar donde se espera la muerte. Y cuando lo escuchas de primera mano, entiendes por qué son tan importantes expediciones como la de la Fundación Diego González Rivas: porque regalan lo más sagrado, la oportunidad de vivir.
Seis operaciones en un tiempo récord. Seis vidas rescatadas del silencio. Y detrás de cada vida, la certeza de que merece la pena cruzar fronteras, abandonar comodidades, enfrentarse al miedo y dormir en casas derruidas.
Sierra Leona no es un escenario exótico. Es un espejo brutal. Allí se mide quién eres en realidad, qué peso tiene tu miedo frente a tu fe en lo que haces. Y Belén y María ya respondieron: son más grandes que el miedo.
Yo me quedo con esa imagen: dos mujeres gallegas, enfermeras, amigas, respirando juntas en la oscuridad africana, sabiendo que al día siguiente la luz no vendría de un interruptor, sino de su entrega.
Después llegaba el momento del regreso. Treinta horas de viaje para volver a Coruña, para devolverlas al primer mundo. Y lo que se traían no era equipaje, era la gratitud de la gente. Las sonrisas de quienes no tienen nada, los gestos de hombres y mujeres que se acercaban a hablarles en un idioma incomprensible, y aun así, entre risas, manos que se movían, miradas que se entendían, se comunicaban como si el lenguaje sobrara. Personas que no tenían nada les daban las gracias por estar allí, por intentar salvarlos. Me contaron un detalle brutal: una mujer se les acercó, señaló a su hija de apenas un año y se la ofrecía, literalmente, se la regalaba para que se la llevaran a Europa, para que tuviera una vida. Eso es África. Eso es Sierra Leona. Madres que saben que sus hijos no tienen futuro y que un desconocido blanco quizá pueda abrirles una puerta que ellas nunca podrán abrir.
Y luego, de golpe, Madrid. El contraste. El sabor de un bocadillo en la mano, una cerveza tranquila, el respiro del que sabe que ha cumplido con su deber. Y al mismo tiempo, la punzada: saber que dejaste atrás a personas que quizá no vuelvan a ver la luz de un quirófano. Eso duele. Eso pesa. Pero también es lo que da sentido a todo.
Porque lo que hacen Belén, María, Diego González Rivas y todo el equipo no es solo operar. Es algo mucho más grande: es crear esperanza allí donde apenas quedaba.