Recuerdo cuando empecé la universidad y el primer examen no fue en un aula, sino en la Plaza de Pontevedra. Allí se amontonaba la tribu entera, mochilas colgando y legañas aún en los ojos, esperando a que apareciese el 24 o aquel autobús con la letra “E”, que parecía escrito a tiza en el parabrisas. No había aplicaciones, ni pantallas luminosas, ni predicciones de llegada: lo nuestro era la fe. La fe ciega en que el bus aparecería antes de que se hiciese de noche.
El viaje era otra historia. Primero estaban aquellas latas de sardinas con quince asientos mal contados, y si te tocaba en la fila horizontal de atrás ya sabías lo que había: cada frenazo era una patada en el culo que te mandaba de lado a lado. Después llegaron autobuses algo más modernos, con la ilusión de que aquello mejoraba. Pero el día que apareció el bus oruga, el articulado, todo cambió. Era nuestro Delorean particular, la máxima tecnología sobre ruedas. Y entonces surgió el auténtico ritual: colocarse en el medio, de pie, en el fuelle, con la goma girando bajo los pies y la sensación de estar en una atracción de feria urbana.
Ese tramo del bus era nuestro campo de entrenamiento. A cada curva, un sobresalto; a cada frenazo, una carcajada. Los más listos se agarraban al tubo, marineros de tormenta; los demás salíamos rebotados como pelotas de pinball. Ahí, entre empujones y equilibrios, nos íbamos conociendo. Éramos una manada que subía junta al campus, entrenando la paciencia y el equilibrio mucho antes de pisar un aula.
Hoy, dos décadas después, todo es distinto. Ahora puedes abrir una aplicación y saber a qué hora exacta llega el bus. Puedes planificar tu jornada con la precisión de un cirujano suizo. Y, sin embargo, la historia se repite con otro disfraz: colas interminables a primera hora, autobuses que pasan de largo en Alfonso Molina y Pajaritas porque van hasta arriba, estudiantes que entran ya de pie desde San Pedro de Mezonzo, y la sensación de que todo se ha convertido en una gymkhana diaria para llegar a clase. La frecuencia prometida es de cinco minutos, reforzada a tres en hora punta, con dieciocho buses en ruta, pero la realidad es que muchos siguen esperando como entonces, aunque ahora puedan ver en la pantalla de su móvil que el siguiente también viene lleno.
Quizá, si lo pienso bien, la verdadera universidad no empezó en Elviña ni en la Zapateira, sino en aquel viaje diario. En esos trayectos en los que aprendías a esperar, a reírte de los frenazos y a mantenerte en pie mientras todo se movía alrededor. Y lo curioso es que, con aplicaciones, tecnología y refuerzos, los estudiantes de hoy siguen aprobando la misma asignatura que nosotros: la de sobrevivir, cada mañana, en el bus.