La vida es un mando a distancia. Pero no el de última generación con pantalla táctil y Bluetooth. No. La vida es ese mando viejo, grasiento y con los números borrados que tienes en casa desde hace diez años. Ese que a veces funciona, a veces no, y la mayoría de las veces te hace parecer un imbécil apretando botones sin que pase nada.
Porque así es la existencia: un aparato con más teclas de las que entiendes, diseñado para darte la ilusión de control cuando, en realidad, ni siquiera sabes en qué canal estás.
Fase 1: El mando es de otro
Cuando naces, el mando es de los demás. Mamá y papá deciden qué ves, cuándo lo ves y a qué volumen. Si lloras, te cambian el canal a dibujos animados. Si protestas, bajan el volumen. Eres un espectador de mierda, un secundario sin diálogos en la película de otros.
Fase 2: Crees que mandas tú
Después, llega la adolescencia. Te dan el mando y crees que eres Dios. Le das a todos los botones como un mono con un piano, pasando de un canal a otro sin criterio. Crees que sabes lo que quieres, pero solo estás haciendo zapping con tu futuro, saltando de idea en idea, de persona en persona, de estupidez en estupidez. Crees que dominas la vida porque decides qué ver, pero lo único que haces es cambiar canales sin quedarte en ninguno.
Fase 3: Descubres el retraso del mando
Pasan los años y te das cuenta de que el mando tiene retardo. Aprietas un botón y la respuesta llega tarde, o no llega. Lo mismo con la vida: estudias, trabajas, te esfuerzas… y nada cambia al instante. Aprietas “Subir sueldo” y la pantalla no responde. Das a “Felicidad” y la imagen sigue congelada en una escena de mierda.
Empiezas a golpear el mando contra la mesa, como si los problemas se arreglaran a hostias.
Fase 4: La mierda de las pilas
Pero el verdadero golpe llega cuando las pilas empiezan a fallar. Y esto no avisa. No hay un puto indicador de batería baja en la vida. Un día, sin más, el mando deja de funcionar. Aprietas el botón de “Amor”, nada. Le das a “Salud”, en blanco. Pruebas con “Segunda oportunidad”, y la pantalla sigue en negro. Miras las pilas, las giras, las soplas, las golpeas. Como si un milagro pudiera hacer que funcionaran de nuevo.
Y ahí es cuando entiendes la gran estafa: el mando nunca fue tuyo del todo
La vida, ese cabrón con el que creías tener un trato, te deja con el televisor apagado y sin opciones. La película se acaba y ni siquiera te han dejado ver los créditos. ¿Final alternativo? Ni de coña. ¿Rebobinar?Menos. ¿Poner otra cosa? A otro con ese cuento.
Así que ya sabes: disfruta mientras el mando funcione, pero no te hagas ilusiones. Algún día, sin previo aviso, te quedarás apretando botones como un gilipollas, sin que pase nada.