El bloqueo
El bloqueo
El bloqueo te convierte en un fantasma de ti mismo. Te roba las palabras, las ideas, el coraje. Pero, ¿sabes qué? También es un espejo.
Hay momentos en los que no sale nada. Ni una puta palabra. Ni un grito ni un susurro. Te sientas, miras al frente o al vacío, y lo único que pasa es eso: nada. El cerebro, esa máquina oxidada, quiere funcionar, pero lo que entrega son chirridos. Las palabras se apelotonan, como un atasco en Alfonso Molina, un viernes por la tarde, y ahí se quedan, empujándose unas a otras, sin avanzar. El resultado: silencio. Y no un silencio
cualquiera. Un silencio que grita. Que escuece. Que humilla.
Porque te ves ahí, queriendo decirlo todo, vomitarlo, escupirlo, y no hay forma. La lengua, pesada como plomo. La garganta, seca como un mal desierto. Los ojos dicen más de lo que deberían, pero a quién le importa. Nadie entiende a los ojos. Nadie lee lo que llevas dentro si no lo dices, si no lo pones en palabras. Y ahí estás tú, mudo como un condenado, prisionero de tu propia incapacidad.
¿Y sabes lo peor? La gente no lo entiende. Piensan que es vagancia. Que es falta de interés. O peor, que lo haces a propósito. Porque claro, en esta sociedad del “todo fluye”, el “todo es cuestión de esfuerzo”, nadie quiere oír hablar de bloqueos. Pero ahí está el cabrón, clavándote las uñas en la garganta, apretando el nudo en tu estómago, haciéndote sentir como un imbécil completo.
Quieres gritar. Pero no gritas. Quieres llorar. Pero ni eso. Todo se queda ahí, en un puto limbo que te carcome. Y sigues adelante, intentando aparentar normalidad, porque admitir que estás roto, que estás atascado, no es una opción. No para los que llevamos cicatrices en el alma y callos en las manos.
El bloqueo. Ese hijo de puta. Te convierte en un fantasma de ti mismo. Te roba las palabras, las ideas, el coraje. Pero ¿sabes qué? También es un espejo. Un cabrón cruel que te obliga a mirarte. A ver de qué estás hecho cuando no hay nada que decir. Cuando el silencio te abraza y no puedes más que aguantar.
Y ahí está el reto. No vencerlo, porque el bloqueo no se vence. Se espera. Se sobrevive. Y cuando decide soltar, si es que lo hace, ahí estarás tú, con las palabras otra vez en las manos, dispuesto a usarlas como puñales. Porque si algo enseña el silencio es que las palabras, cuando vuelven, cortan más que nunca. Y lo sabes.