Louis-Ferdinand Céline, en 1932.

Louis-Ferdinand Céline, en 1932.

LA TRIBUNA

Céline, el odiador odiado

¿Debe uno privarse de leer a Céline porque fue un antisemita despreciable y un ser humano lleno de odio?

29 abril, 2023 02:46

En mayo del año pasado, Gallimard publicó Guerre, de Céline, cuyo manuscrito había aparecido rocambolescamente tras décadas de ocultamiento. Un año después, en marzo de este año, Anagrama publica la encomiable traducción de Emilio Manzano, a cuya calidad intrínseca se suma el mérito de haber lidiado con la dificultad de traducir a Céline, cuya convulsa naturalidad convierte su erizada y formidable prosa en tortura para un traductor serio.

Guerra, de Louis-Ferdinand Céline.

Guerra, de Louis-Ferdinand Céline.

Han aparecido más manuscritos, que el editor irá publicando con calculada dosificación comercial. Cuando no es Houellebecq es Céline: la industria editorial francesa hace sus renovados agostos gracias a sus inmensos escritores escandalosos, y cuando no puede fabricar su suerte, se la encuentra. La industria editorial francesa lleva una gran flor en el ojal más recóndito.

Las 136 páginas de Guerra son una sacudida, una agresión al lector, como las demás novelas del doctor Destouches, nombre verdadero del autor, célebre y denostado.

Céline escribió esta novela, cuya acción transcurre durante la Primera Guerra Mundial, en 1934, o sea, dos años después de que apareciera su fulgurante Viaje al fin de la noche, que lo encumbró. Es un vitriólico alegato contra la guerra y sus horrores, pero el odio que Céline siente por la guerra va mucho más allá: odia todo lo que ha permitido que estallara la guerra, y eso, claro, acaba siendo un extensísimo catálogo de culpables, a poco que se tire del hilo: los Estados, los gobiernos, las familias, la sociedad entera y, al cabo, la especie humana en su totalidad.

"Nunca he visto u oído nada más asqueroso que mi padre y mi madre".

"La gran literatura dialoga, a sabiendas o no, con la gran literatura. La intertextualidad famosa"

Ese es el tono: furia atrabiliaria. La primera bofetada llega con la primera escena. Ferdinand se despierta en el campo de batalla, herido gravemente; la oreja y la boca están pegadas al suelo por la abundante sangre; hay un dolor y un aturdimiento indescriptibles:

"Rebelarse era inútil […] tormenta de obuses […] dormí en el horror […] desde entonces siempre he dormido así, en un ruido atroz [...] Atrapé la guerra en la cabeza. La tengo encerrada en la cabeza".

(Los corchetes son míos, debo advertir, pues Céline es conocido por su uso abracadabrante de los signos de puntuación, aunque no lo hace en esta novela).

La gran literatura dialoga, a sabiendas o no, con la gran literatura. La intertextualidad famosa. Nada más leer esa escena, un lector atento piensa enseguida en otras grandes obras. En Guerra y paz, por ejemplo:

"Cada diez segundos, hendiendo el aire, en medio de aquella muchedumbre caía un proyectil o estallaba una granada, matando y cubriendo de sangre a los que se encontraban cerca". "El príncipe Andréi seguía en los altos de Pratzen […] Ignoraba cuánto tiempo había durado su desvanecimiento. De súbito advirtió que estaba vivo y que un dolor violento parecía desgarrarle la cabeza. ¿Dónde está aquel alto cielo que yo no conocía y que hoy he visto por primera vez?".

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El lector atento también recordará, con extrañeza e inquietud, algunas de las terribles escenas de Tempestades de acero, de Jünger, quien, como Céline, fue combatiente en la Primera Guerra Mundial, pero con el uniforme del enemigo:

"De repente un proyectil estalló a mi lado y sentí que algo caliente me salpicaba la cara. Miré hacia abajo y vi que mi uniforme estaba empapado de sangre. Miré a mi alrededor y vi que otros soldados también estaban heridos o muertos. Me di cuenta de que la guerra era así, brutal e implacable, y que nadie estaba a salvo de ella".

Esa mirada al cielo, ese instante de espiritualidad, de deseo de trascendencia en la escena de Tolstoi están ausentes de la experiencia de Ferdinand en Guerra, como también están ausentes la compasión y el estupor que estremecen a Jünger.

"El odio de Céline se extiende además a la lengua oficial, la lengua de los barrios elegantes, el francés académico que se enseña en las escuelas. ¡Al patíbulo con la belle langue!"

Estamos ante una novela hiperbólica. Todo en ella es excesivo: el ruido, la dureza emocional, el desprecio, el dolor, el horror en general y, ça va sans dire, el sexo desembragado del final de la novela, preanunciado por unas cuantas pajas hospitalarias: exaltación de la carne, triunfo del coito, antídoto de la muerte, Eros y Tánatos, bla bla bla. 

El odio de Céline se extiende además a la lengua oficial, la lengua de los barrios elegantes, el francés académico que se enseña en las escuelas. ¡Al patíbulo con la belle langue, culpable también de este mundo de horrores! Céline inunda su obra del francés callejero, repleto de atentados a la gramática, jergas soeces y palabras inventadas con innegable genio, y con una sintaxis y un ritmo de una originalidad apabullante. Su estupefaciente prosa es frenética, cortante, rufianesca.

Céline, como dijo Michel Butor, ha creado una nueva gramática, la gramática de los suburbios, y ha demostrado que con ese francés bastardo y corrompido hasta la verdadera vitalidad, se pueden escribir grandes novelas. Céline opera una bestialización del lenguaje, devenido un utensilio de pura agresión, de acoso y derribo, feral. Esa furibunda rebelión contra la tiranía lingüística de la gente bien representa otras muchas rebeliones: Céline se apuntaba a todas.

Céline pertenece a la estirpe de los escritores malditos, pero está lejos del malditismo burgués de señoritos que persiguen el escalofrío de la transgresión en rameras y absenta y "bajan" a emborracharse en las rijosas tabernas de los suburbios. El suyo es un malditismo de arrabal y de bar con escupideras; un malditismo congénito, no buscado ni adoptado como un disfraz.

Los lectores perciben en Céline "temblores de verdad", como dijo bellamente el crítico Michel Crépu, y eso a veces es insoportable por falta de costumbre. El desconcierto aumenta porque su literatura parece irrumpir de la nada, sin genealogía literaria que la anuncie o la explique, por eso siempre me ha parecido un hongo alucinógeno, opioide y genialoide, que crece en la podredumbre, de la que se nutre.

Nunca nos lo pone fácil. Su portentosa literatura va de la mano del escándalo, del que todos ustedes están al cabo de la calle. Céline, tras haber recibido condecoraciones militares en la Primera Guerra Mundial, simpatizó con la ocupación alemana de Francia durante la Segunda y, dulcis in fundo, extendió su odio irrefrenable a los judíos, cómo no, y publicó, en 1937, Bagatelas para una masacre, un texto antisemita repugnante, odioso sin fisuras. No les recomiendo que pierdan su tiempo leyéndolo, como hice yo, y no porque crea que leer bazofia sea un acto inmoral o indebido, sino porque es un texto ridículo y prescindible; su logrado propósito de segregar odio lo hace odioso, pero no menos ridículo.

Pero como cabía esperar, nada más salir Guerra salieron también las voces anticelinianas. No tan amenazadoras como contra el proyecto de reeditar las susodichas Bagatelas (proyecto que, por cierto, lograron impedir), pero sí bastante atronadoras.

"No se trata de que el canalla lo sea menos por ser un gran artista, se trata de poder (o querer) ver la frontera entre ambos, cuando existe"

Me opongo a la censura (y más aún a la castración de textos al dictado de la barbarie woke). Esas censuras se sabe dónde empiezan, pero no dónde acaban. Mejor dicho, sí se sabe dónde acaban y por eso soy contrario a ellas. Aberraciones como las Bagatelas de Céline o los Cuadernos negros de Heidegger no merecen el homenaje de su prohibición: están mejor a la vista de cualquiera, sometida su infamia al escarnio.

No obstante, no me siento capaz de reprochar la combativa reacción de, por ejemplo, organizaciones e intelectuales judíos ante esos textos y sus autores. Saul Bellow les cierra el paso a quienes quieran exculpar las aberraciones ideológicas y criminales de Céline en atención a su arte literario, porque ser escritor, razona, no atenúa las culpas del racismo, sino que, al revés, por conocer el poder de las palabras, las agrava.

Pero he aquí lo que dice el también escritor judío Philip Roth: "Céline es mi Proust, incluso cuando su antisemitismo lo convierte en alguien abyecto e intolerable. Para poder leerlo debo suspender mi conciencia judía, pero lo hago porque el antisemitismo no es el núcleo de sus libros, Céline es un gran liberador".

Si Céline era Proust para Roth, he aquí lo que Proust era para Céline, según lo expresó en una carta a Jean Paulhan: "Ah, si Proust no hubiera sido judío, nadie hablaría de él. El mariconazo. No escribe en francés, sino en un franco-yiddish rebuscado".

Yo creo que el busilis no va de atenuar ni de agravar. No se trata de que el canalla lo sea menos por ser un gran artista, se trata de poder (o querer) ver la frontera entre ambos, cuando existe. No siempre existe, pero en Céline sí existe.

Es posible leer Guerra sin contaminarla con la basura de las Bagatelas y distinguir el Céline antisemita del Céline escritor genial, sin condonar al primero. Muchos lo hacemos. Lo que merece la pena consignar es que, en muchos casos, quienes claman, henchidos de indignación, contra la publicación de las obras de Céline y exigen su prohibición y hasta su eliminación, son aquellos a quienes nunca se les ha oído pedir lo mismo para las obras de, por ejemplo, un Paul Éluard o un Louis Aragon, conspicuos estalinistas que mantuvieron actitudes personales tan canallas como las de Céline, como cuando el primero aprobó públicamente la ejecución de su amigo, el surrealista Zavis Kaladra. "El verdugo matando, el poeta cantando", dijo de él Milan Kundera.

Piden que se prohíban las obras de Céline, para que no podamos leerlas, aunque ellos, por cómo las juzgan, parece que sí las han leído (en fin, habría que ver, porque abundan los que juzgan de oído). Ellos, los críticos de izquierda, pueden hacerlo; ellos tienen los anticuerpos, la vacuna marxista para leer sin corromperse con lo leído. La censura franquista calificaba ciertas películas, juzgadas inmorales, como 3R, que significaba "para mayores con reparos", y aclaraban que sólo eran aptas para sesudos varones con estudios. Yo puedo distinguir al Céline abominable del Céline gran novelista, pero me es más difícil distinguir al crítico comunista o woke del censor franquista. Ambos velan por nuestro bien y saben lo que nos conviene.

Esta selección de lo que ha de prohibirse confirma lo que sabemos: so pretexto de evitar que proliferen las ideas perniciosas ("proteger a nuestros jóvenes del mal", parecen venir a decir) lo que buscan es lo que constituye su objetivo último: controlar la sociedad, controlar a cada persona, controlarlo todo. Sólo ellos saben lo que hay que cancelar y lo que no, lo que podemos leer y lo que no. Se sienten ingenieros sociales, aunque no tengan ni idea de lo que son los números complejos.

Al final la pregunta es: ¿debe uno privarse de leer a Céline porque fue un antisemita despreciable y un ser humano lleno de odio?

*** Luis Sanz Irles es escritor y traductor. Es también presidente del Consejo Asesor de IASP (International Association of Science Park and Areas of Innovation).

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