.

. Archivo Alfonso

LA TRIBUNA

Los tuits de Charlot Gómez de la Serna

El autor recuerda al escritor madrileño, una de las personalidades más extraordinarias de la literatura española, en el día en el que se cumplen 130 años de su nacimiento.

3 julio, 2018 01:30

La efeméride es la fuga de la efe por un día. Y RAMÓN se escribe en mayúsculas por antonomasia. O sea, una chalaura, igual que celebrar hoy el nacimiento de Ramón Gómez de la Serna, a los 130 años, no siendo esta una cifra ni muy redonda, ni muy gorda.

Redondo es el 100, porque el uno arrastra dos círculos oblongos como una locomotora. Y el 80, al decirlo en voz alta, nos llena la boca de una gordura onomatopéyica. Estos números, por tanto, sirven para conmemoraciones solemnes, de esas que abundaron en 2016, como el centenario carpetovetónico de Cela y el asesinato octogenario de Lorca.

Por contraste, 130 parece la suma truncada del 100 y del 80, con un ocho quebrado en mitad de un armario de luna. Pero es que esta es la clave de la genialidad ramoniana: salirse por la tangente de un trapecio, como él mismo hizo, a lo loco, entre las carpas madrileñas del Teatro-Circo Price, y dar un discurso doble y mortal en la cabeza de un elefante, como un payaso ante un coro de pulgas invisibles en el invierno de París.

RAMÓN, sin duda, fue un payaso. Y Madrid era su circo. Y él, su cronista: “Mi verdadera profesión es la de cronista de circo. El circo es la verdadera y pura diversión, es la diversión por la diversión”. Por eso, convirtió a Chaplin en su ídolo, y proyectó una ópera frustrada sobre Charlot, con música de Mauricio Bacarisse y dirección de Victoria Ocampo.

Ahí es nada. Payaso y todo, Charlot va y revoluciona el cine, con una pobreza satírica y simbólica que hierve como un zapato en una sopa; con un monstruo que tiene engranajes dentados de tiempos modernos, y con la historia desternillada por el peso bigotudo de un pequeño, gran dictador… Pues lo mismo pasa con RAMÓN, pero en madrileño: Charlot Gómez de la Serna, o la payasada castiza.

Se emperifollaba con traje de luces, a pesar de ser antitaurino, y arrancaba aplausos de tertulia

En la obstinación vespertina de los sábados, se paseaba, amo y señor, por el antiguo café y botillería de Pombo. Se emperifollaba con traje de luces, a pesar de ser un redomado antitaurino, y arrancaba aplausos de tertulia, entre señores muy seriotes y desconcertados, como Unamuno y Ortega, y yo no sé, macho, si este tío nos está tomando el pelo, o qué, porque vaya tela.

Por el día, se iba RAMÓN a El Retiro, con su monóculo sin cristal, y se ponía a cazar greguerías, que eran eso, nomás: ocurrencias poéticas = metáfora + humor. “El trombón es el trabuco de la orquesta”. “Ventilador: rosa de los vientos mecanizada”. “El coleccionista de sellos se cartea con el pasado”. “En el rosario están los puntos suspensivos de la oración”.

Estas observaciones, sacadas de un rastro de retales de costura, RAMÓN las veía de relieve, con todo lo que la realidad tiene de extraordinario, y constituían una imitación absurda del cacareo de las aves de corral. Por eso, él es la base de una tradición entera de humoristas, de Jardiel Poncela a Joaquín Reyes, como una larga hora chanante.

No hay de qué sorprenderse: al fin y al cabo, RAMÓN inventó el speech-act, que era un monólogo con performance o truco de magia. Por ejemplo, conchababa una avería en el tendido eléctrico de la sala para cierto punto de su charla y, al producirse el apagón, pedía una vela para continuar; al volver la luz, se comía la vela del revés, porque estaba hecha de confitura.

Se hace, así, evidente que RAMÓN, con Twitter, habría flipado. Téngase en cuenta que el logro de RAMÓN fue hacer del yo un espectáculo público, y de su literatura, una cuestión de yoísmo, de modo que las greguerías hoy le saldrían con el entusiasmo desmedido de una metralleta de tuits, como un collage infinito de sí mismo, en constante actualización y a tiempo real.

Se quedó sin amigos en los dos bandos y optó por el exilio voluntario: se fue para no mojarse

Total, que no existen los tuits de Charlot/RAMÓN, porque lo impide la obcecación de la cronología. Pero él fue el pionero de nuestra perenne actualidad. En su famoso Torreón de la calle Velázquez, Unión Radio le puso una mini-emisora, esquinada entre las chatarras que coleccionaba: bolas colgantes de techo, espejos cóncavos como esperpentos, bambalinas de teatro, una farola arrancada de una acera y una muñeca de cera a tamaño real. Desde allí, su voz la escuchaban las masas, como una continuada greguería ondulada: “Muchas veces, en horas sin posibilidad de emisiones, dejo abierto mi aparato para saber cómo respira electrónicamente el aire”.

Pura modernidad, en ciernes y rabiosa: Ramón y las vanguardias, por tomar el título del excelente libro de Francisco Umbral. Quiero decir que RAMÓN, con todos sus posados excéntricos y públicos, fue Warhol antes que Warhol. Y sus escritos, que son una desmesura de veinte volúmenes de ochocientas páginas en papel biblia, constituyen la manifestación palmaria del arte por el arte… Pero ¿qué es el ramonismo?: novelas, ensayos, alguna pieza de teatro, biografías, autobiografías, autoficción, yo qué sé, cosas raras, inclasificables, textos fuera de sí, qué pasada de textos.

No obstante, aquí radica también su condena. Por un lado, el personaje ha superado a su obra y se han olvidado sus senos, sus morbideces, los medios seres y la quinta de Palmyra. Por otro, cuando la guerra civil se avino ominosamente, su exaltación circense y vanguardista de la diversión le costó el ostracismo político. Mientras la poesía se iba convirtiendo en un arma cargada de futuro, RAMÓN se empecinó en que el artista no debe tomar partido. Se lo advirtió su querida esposa, Luisa Sofovich: “Los escritores independientes no moriréis de bala, pero sí de hambre”.

RAMÓN se quedó sin amigos en los dos bandos, por lo que tuvo que decretar el exilio voluntario: no lo echó nadie del país, sino que se fue para no mojarse, gracias, paradójicamente, a su voz chirriante, que a él tan poco le gustaba. En la estación de la Atocha republicana, un miliciano quiso impedirle el paso, porque tenía un sospechoso aspecto de burgués; cuando RAMÓN inició su protesta, otro guardia se percató de que era el tío que hablaba en la radio los domingos, y le dejaron continuar. Así llegó a Buenos Aires, calle Hipólito Irigoyen.

Aquejado de nostalgia y, tras años de ausencia bonaerense, aceptó hacerse un viaje por España

Bien mirado, las sospechas de aquel miliciano algo tenían de fundadas, porque el pasado de RAMÓN, más que de payaso, podría retratarse como una distracción de niño rico, a quien papá le compra un hotelito, para vivir de las rentas, y le paga una revista, Prometeo, para publicar sus textos, no vaya a ser que le falte el caprichito. Y, para el exilio forzoso de la izquierda española, su persistencia apolítica, tras la guerra, era un apoyo implícito a los secuaces de Franco.

Encima, RAMÓN, aquejado de nostalgia madrileñista, no pudo contenerse, y, tras años de ausencia bonaerense, aceptó hacerse un viaje por España, con honores de Estado. La broma no le salió barata, porque tuvo que desprenderse de La tertulia del Café Pombo, el cuadro que le había pintado de joven José Gutiérrez Solana y que luce ahora en el Reina Sofía, como un trampantojo neotenebrista. Franco, por su parte, se empeñó en darle audiencia en el Pardo, y vete tú a saber las greguerías que no le gritaría a puerta cerrada, porque le despachó en poco tiempo y RAMÓN se volvió de inmediato a la Argentina, para no volver más.

El resto es ya la diabetes. Demacrado por el páncreas, él mismo relató su automoribundia: se le plasmó la muerte en la piel acartonada, y fue cayendo en el olvido. En nuestro hiperpresente de reality posmoderno y posverdadero, salpicado de viscosidades, al menos queda el consuelo de que la genialidad ramoniana vuelve a estar de moda. Las vecinas rubias, tal vez sin saberlo, sueltan greguerías en sus tuits de pelazo con cerebro debajo, y las greguerías mismas de RAMÓN son recuperadas en libros cuquis e ilustrados para librerías con cupcakes, que son las vanguardias de las modernas de pueblo. A RAMÓN, le habría encantado.

Pero es preciso no olvidar la ética en la estética, así que valga una nota de feminismo necesario. RAMÓN le debió mucho a las mujeres. Luisa, su esposa, cuidó de él hasta la muerte. Su tía-abuela, Carolina Coronado, era una ilustre escritora cuando él no era más que un moco. Y a Carmen de Burgos, veinte años mayor y primera escritora española que fue corresponsal de guerra, se la ligó un RAMÓN pipiolo para aprender de ella, y ella le regaló la primera definición de greguería. Que conste en acta: “Greguería quiere decir mucho porque no significa nada”.

*** Guillermo Laín Corona es profesor de Literatura Española en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED).

Más en opinión

Blog del Suscriptor
Juan Carlos Girauta

Sublimación

Anterior

El primer gran error de Sánchez

Siguiente