La España vacía.

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Tribunas

Digamos adiós en España al Estado del bienestar

“¡Oh, vosotros los que entráis, abandonad toda esperanza!”, reza la inscripción de la puerta del Infierno en La Divina Comedia de Dante.

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Hubo un tiempo, no hace tanto, en que los agoreros de guardia, esos que han hecho del apocalipsis su modus vivendi, nos vendían la superpoblación como el quinto jinete que arrasaría el planeta.

Desde las teorías maltusianas hasta la distopía pop de Soylent Green, el miedo era, literalmente, que no cabríamos.

Que nos comeríamos unos a otros por un mendrugo de pan en un mundo abarrotado.

Permítanme sugerirles que cambien de película. Apaguen esa proyección porque la realidad, siempre más tozuda y aburrida que la ficción, nos está relatando otra historia. Una mucho más silenciosa, pero infinitamente más letal.

No es una explosión: es una implosión.

En noviembre de 2022, el planeta alcanzó el hito de los 8.000 millones de habitantes. Los titulares se llenaron de exclamaciones y cifras redondas. Pero si uno se molestaba en leer la letra pequeña del informe de la ONU, la realidad suena al chirrido de unos frenos pisados a fondo.

Una calles de Nueva Delhi.

Una calles de Nueva Delhi.

Es cierto que a la humanidad le costó una eternidad, literalmente toda su historia hasta 1800, sumar sus primeros 1.000 millones. Luego nos disparamos, embriagados de penicilina y revolución industrial, y proyectamos llegar a los 9.700 millones en 2050.

Pero hete aquí que el motor se ha gripado. La tasa de fertilidad mundial, que en los años 50 era de 5 hijos por mujer, ha caído en picado hasta 2,2 en 2024. Estamos rozando el larguero del 2,1, el mínimo necesario para que una generación reemplace a la anterior.

La traducción es sencilla: nos estamos acabando.

Y si el mundo frena, Europa directamente ha metido la marcha atrás y ha tirado las llaves por la ventanilla. Nuestro continente hace honor a su adjetivo de "viejo" con una fidelidad suicida: somos el geriátrico del planeta.

La mediana de edad en Europa ronda los 44 años, la más alta del globo. Según Eurostat, los mayores de 65 años (21,3%) ya superan por goleada a los jóvenes menores de 14 (apenas un 19,7%). Hemos invertido la pirámide poblacional hasta convertirla en un sarcófago geométrico perfecto.

"El Estado del bienestar se basa en una estafa piramidal que requiere nuevos pagadores en la base para sostener a los de la cúspide"

Y esto, queridos lectores, no es sólo una cuestión de ver más canas por la calle o de que los parques infantiles se hayan convertido en pipicanes.

Es la demolición irremediable del Estado del bienestar. Ese invento europeo del que tanto nos jactamos, esa red de seguridad que nos permitía vivir con la certeza de que papá Estado proveería, se basa en una estafa piramidal que requiere nuevos pagadores en la base para sostener a los de la cúspide.

El índice de dependencia (esa ratio fría que nos dice cuántos abuelos dependen de cada trabajador) era del 33% en 2022. O sea, que por cada 100 tipos madrugando para levantar el país, hay 33 retirados cobrando. La ONU nos avisa de que en las economías desarrolladas pasaremos de 28 dependientes por cada 100 trabajadores (dato de 2020) a 50 en 2050. Un dos a uno.

Sencillamente, las cuentas no salen.

La población en edad de trabajar en la OCDE ha dejado de crecer. Se acabó. En España, si no hacemos nada (y permítanme dudar de que hagamos algo sensato), la fuerza laboral se contraerá hasta un 30% para 2060, según el INE.

¿El resultado? Un desplome del PIB per cápita del 40%. Seremos más pobres, más viejos y estaremos más solos.

Y en este escenario dantesco, España, como es nuestra costumbre, ha decidido ser líder. Líder en el desastre, claro.

Nuestro país es el laboratorio perfecto del suicidio demográfico. En 2023 marcamos un mínimo histórico con apenas 322.075 nacimientos. Es la cifra más baja desde que se tienen registros, lo cual tiene su mérito considerando que hemos pasado por guerras y epidemias. La Tasa Global de Fecundidad se arrastra por el suelo en un 1,19 hijos por mujer.

La estructura familiar española ha mutado vertiginosa y críticamente. Hemos pasado del modelo horizontal (muchos hermanos, muchos primos) a uno vertical. Hoy, el 90% de los niños españoles tiene abuelos vivos e incluso bisabuelos, conviviendo hasta cuatro generaciones, pero la base es cada vez más exigua. Tenemos más ancestros que descendencia.

Somos un árbol con muchas raíces y ninguna rama nueva.

El mercado laboral es el reflejo de esta esclerosis. A finales de 2023, casi la mitad de la fuerza laboral disponible en España (el 48%) tenía más de 45 años. Somos un país de trabajadores senior.

Y, paradójicamente, tenemos a 560.000 parados mayores de 50 años, un récord vergonzoso, mientras mantenemos una tasa de paro juvenil del 27-28%, casi el doble que la media europea.

Es el absurdo perfecto. Despreciamos la experiencia de los mayores expulsándolos del mercado antes de tiempo, mientras somos incapaces de integrar a unos jóvenes a los que hemos estafado con la promesa de que un título universitario era un pasaporte al éxito, cuando el mercado demanda soft skills y pensamiento crítico que la universidad no enseña.

Y luego está el elefante en la habitación del que nadie quiere hablar en campaña electoral: las pensiones.

España tiene la tasa de reposición más alta de la eurozona.

Un jubilado español cobra, de media, el 77,5% de su último salario, frente al 44,5% de media en la OCDE. Es un sistema generosísimo, sí, pero financiado con dinero del Monopoly.

El déficit del sistema es estructural y galopante. Necesitamos inyectar más de 38.000 millones de euros anuales extra (casi un 3,8% del PIB) vía transferencias del Estado para que la rueda siga girando.

Con un aumento previsto del 50% en el número de pensionistas de aquí a 2050 (llegaremos a los 15,6 millones), el sistema no es que esté en riesgo. Es que está técnicamente quebrado.

Si quieren ver el futuro, no miren una bola de cristal, miren a Corea del Sur. Allí, la distopía ya ha llegado. Con una tasa de fertilidad de 0,72 hijos por mujer (récord mundial absoluto), el país se desvanece.

Las proyecciones del gobierno de Seúl y la ONU son de película de terror. Los 52 millones de surcoreanos podrían quedarse en 7,5 millones en un siglo.

Una nación milenaria desapareciendo por el desagüe de la historia en un par de generaciones.

Ante esto, la respuesta automática suele ser "la inmigración nos salvará". Es la carta comodín que saca la izquierda (y parte de la derecha económica) para no afrontar el problema de fondo.

Pero de los cinco continentes, sólo queda un único motor demográfico encendido, África, que duplicará su población para 2050, y una de cada cuatro personas nacerá allí, con tasas de fertilidad que aún rondan los cuatro hijos por mujer.

Pero fiarlo todo a la importación de mano de obra es de un simplismo aterrador. Primero, porque la población ya está cayendo en diez países de la UE a pesar de los flujos migratorios.

Y segundo, porque los inmigrantes no son máquinas reproductivas inmutables. Son personas que se adaptan. Los estudios demuestran que la fertilidad de las mujeres inmigrantes converge rápidamente con la de las nativas. A la segunda generación, el problema persiste.

No se puede tapar una hemorragia arterial con tiritas, por muchas que traigas de fuera.

La tesis que defiende este artículo no es optimista, pero pretende ser honesta. La crisis demográfica ya es inevitable. El golpe nos lo vamos a dar. La inercia de los datos es como la de un transatlántico, no se vira en cien metros.

La España vacía.

La España vacía.

Sin embargo, que el choque sea inevitable no significa que debamos soltar el volante y cerrar los ojos.

Tenemos que asumir que el concepto de jubilación tal y como lo conocemos, ha muerto. Habrá que trabajar más años, nos guste o no. Pero para eso, hay que dejar de tratar a un profesional de 55 años como a un trasto inservible.

Tenemos que disparar la productividad, abrazar la tecnología y la IA no como enemigos, sino como los únicos salvavidas que nos permitirán mantener el nivel de vida con menos manos trabajando.

Y, sobre todo, tenemos que dejarnos de frivolidades. Dejarnos de políticas cosméticas de conciliación que no concilian nada y de guerras culturales absurdas. Tener hijos en Occidente se ha convertido en un acto de heroísmo financiero y logístico.

Mientras sigamos penalizando la maternidad y convirtiendo la familia en un lujo, seguiremos cavando nuestra propia tumba.

El invierno demográfico no viene, ya está aquí. Y hace un frío que pela.

La pregunta no es cómo evitarlo, sino si seremos capaces de abrigarnos lo suficiente para que la civilización, tal como la conocemos, no muera de hipotermia.

*** Andrés Ortiz Moyano es periodista y escritor.