El XXI Congreso Nacional del PP que se ha celebrado este fin de semana ha contribuido a derribar los tres mitos sobre Alberto Núñez Feijóo que la izquierda y la ultraderecha suelen aventar para menospreciarle: que no tiene autoridad en su partido, que no es capaz de insuflar ilusión entre los suyos, y que carece de un programa para España.

La imagen de unidad que ha destilado el Congreso, el más cohesionado en las últimas décadas del partido, desbarata el primero de esos clichés.

Feijóo ha querido subrayar la fidelidad al proyecto de sus antecesores rodéandose de Mariano Rajoy y José María Aznar, cuidándose al mismo tiempo de resaltar que la única autoridad incontestable en el partido actualmente es la suya.

Las dotes de Feijóo como líder aglutinador han vuelto a quedar patentes en la combinación de los perfiles designados para esta nueva etapa del PP.

A la vez que ha dado cabida en su nueva ejecutiva a figuras con un temperamento más combativo como Cayetana Álvarez de Toledo, Esther Muñoz o el propio Miguel Tellado, es también una garantía que haya reafirmado en la dirección a colaboradores del ala más moderada como Cuca Gamarra, Elías Bendodo o Borja Sémper.

Y es igualmente testimonial de este espíritu de integración la imagen de Juanma Moreno e Isabel Díaz Ayuso sentados juntos en el auditorio.

Esta capacidad para vertebrar las distintas sensibilidades ideológicas alrededor del centro político es la que Feijóo se ha propuesto trasladar de su partido al conjunto de los españoles.

Es decir, la agenda que había prescrito Aznar en su intervención del sábado, cuando pidió "concentrar en nuestras siglas la confianza de una mayoría ancha, a derecha e izquierda".

El problema es que, para llegar hasta esa "casa común de la democracia cristiana, del liberalismo y del conservadurismo" no basta con asegurar, como ha hecho Feijóo, que "yo quiero un Gobierno en solitario".

La meta de los "diez millones de votos" que se ha marcado el presidente popular sólo es viable por el carril de la centralidad. Y esta únicamente resultará creíble si el PP asume un compromiso explícito de que nunca formará parte de un Gobierno en el que esté Santiago Abascal.

Es comprensible que Feijóo se haya negado a imponerle un cordón sanitario, al igual que tampoco tendría sentido vetar a un PSOE postsanchista. No hay problema en que el PP acuerde leyes con Vox, de la misma forma que puede, como ha propuesto Feijóo, explorar "alianzas con todos los grupos parlamentarios en las Cortes".

Pero lo que nunca debería aceptar es gobernar con Vox.

Feijóo sabe que las principales ventajas comparativas que puede explotar respecto a Pedro Sánchez son la credibilidad de su palabra y la autonomía de los extremismos.

Es decir, mostrarse convincentemente, frente a Sánchez, como "un presidente libre para poder decir siempre la verdad, y libre para cumplir nuestro programa".

Y sabe por ello que la única forma de dar verosimilitud a sus compromisos, en un contexto de devaluación de las promesas de los políticos, es imponerse una serie de obligaciones a las que atar su futuro político.

Por eso, no se entiende, que junto al resto de promesas que ha lanzado (como la de asegurar que se irá si, cuando gobierne, pierde la mayoría parlamentaria o no logra aprobar los Presupuestos) no haya incluido un compromiso explícito y tranquilizador de que no pactará un Gobierno con la ultraderecha.

Feijóo ha aseverado que no es como Sánchez "ni lo quiero ser". Y le ha pedido a los suyos que no le dejen serlo, rogándoles que "si algún día hago lo que él, echadme".

Pero marcar distancias con Sánchez no supone sólo asumir un loable programa de regeneración institucional y un decálogo de valores éticos. Conlleva también negarse de plano a emular su política de alianzas.

Si, como Ulises, Feijóo pidió a los suyos que lo atasen al mástil de la decencia para resistirse a los cantos de sirena del abuso del poder, debió igualmente obligarse en público a nunca formar un Gobierno de coalición con la ultraderecha equivalente al que Sánchez alumbró con la extrema izquierda.