En el primer día de la Conferencia de Seguridad de Múnich, donde Rusia no estará presente, las agencias de comunicación del Kremlin han anunciado la muerte del opositor ruso Alexéi Navalny.

La versión oficial afirma que se desmayó durante un paseo en el recinto penitenciario ártico al que fue trasladado en diciembre.

Pero el historial de torturas al que fue sometido y la dura represión del régimen de Vladímir Putin exigen ser contundentes. Su muerte no puede despacharse como un fallecimiento cualquiera, sino que debe asumirse y abordarse como un asesinato perpetrado a fuego lento.

Después de años de acoso, después de un envenenamiento al que Navalny sobrevivió contra todo pronóstico en Berlín, y después de encarcelarlo tras un regreso a Moscú motivado por su ánimo de sacudir la conciencia de sus compatriotas, Putin ha eliminado definitivamente al opositor más popular de Rusia, como ya ocurrió con Boris Nemtsov en 2015.

Navalny destapó la corrupción sistémica del autócrata y su círculo de poder durante años, y abrió una puerta a la transformación radical de su país. Sus esfuerzos no fueron en vano.

El temor de Putin a sus discursos se demuestra, incluso, en el último traslado de Navalny a una prisión ártica, a tres meses de la farsa electoral. Fue la manera escogida por el Kremlin para alejarlo de su equipo y de su pueblo, y para conducirlo finalmente a la muerte.

Con este crimen, el Kremlin envía un mensaje intimidatorio. Quien discute la palabra de Putin y promueve una alternativa democrática para el país se arriesga a correr la misma fortuna que Navalny. No cabe duda de que el golpe anímico a los opositores es demoledor. Es natural que crezca la preocupación por otros disidentes en el exilio o encarcelados.

Pero la presión sobre Putin debe prevalecer, y los europeos deben acompañar a los compatriotas de Navalny en su travesía.

Una Rusia democrática

Muchos pensaron en los años oscuros del fascismo que no había esperanza posible para Alemania, Italia o España. Muchos de ellos se sorprenderían si viajaran al presente y las vieran convertidas en democracias plenas y ejemplares, con sociedades plurales, tolerantes y profundamente liberales.

La historia está llena de casos similares. Ningún pueblo tiene su destino escrito. Putin rige el país con puño de hierro y dosis ingentes de propaganda. Pero eso no significa que Rusia esté eternamente condenada a la opresión, el atraso y la arbitrariedad del criminal al mando.

Es cierto que las heridas provocadas por la caída del Imperio soviético son profundas. También lo es que la pobre respuesta de Occidente ante los crímenes de Putin hasta 2022 y la irresponsable financiación de su régimen, con la compra masiva de gas y petróleo, tiene consecuencias.

No conviene llevarse a engaño. Liberar a Rusia del putinismo es más difícil que liberar a Alemania del nazismo, por el factor diferencial de que Putin sí dispone de armamento nuclear.

Pero su régimen muestra síntomas de debilidad. El golpe de Yevgueni Prigozhin y sus mercenarios del Grupo Wagner, que avanzaron sin resistencia hasta pocos kilómetros de Moscú, sirvió como indicador de las vulnerabilidades del sistema. Y nada golpearía con más dureza a la legitimidad de Putin que una derrota incontestable en Ucrania, donde Rusia está teniendo muchas más dificultades de las previstas por sus estrategas militares.

La derrota en Ucrania abriría una oportunidad para el cambio en Rusia. Y si algo demuestra la historia es que el afán de libertad puede más que las bombas, el novichok y las torturas siberianas. Putin liquidó a Navalny, pero su causa sigue viva.