La lista de reclamaciones del independentismo catalán al resto de españoles es inagotable. Entre sus puntos más antiguos, reluce la exigencia de que Rodalies sea íntegramente transferido a la Generalitat. Habitualmente, los líderes independentistas aluden que la gestión centralizada es desastrosa y que los problemas de puntualidad son constantes, a pesar de que Renfe haya demostrado que más del 92% de los usuarios lo utilizan con normalidad. El porcentaje restante no responde a un mal desempeño, sino a incidencias puntuales y obras de mejora.

Pero distraerse en estas discusiones sería distraerse de lo importante. Es de sobra conocido que no hay argumentos racionales que cambien el criterio de los nacionalistas. Porque lo que pretenden, en realidad, es que el Estado entregue una infraestructura estratégica en su cometido de desconectar Cataluña del resto de España. Y ante el vicio de pedir, conviene recordar la virtud de no dar. ¿Qué país serio trocearía o amputaría su red de ferrocarriles para atender las demandas de quienes quieren destruirlo? La respuesta es clara. Ninguno.

Es evidente que al independentismo, pues, no le interesa el funcionamiento del servicio de ferrocarriles, sólo su titularidad y su potencial para condicionar las relaciones con España. Tradicionalmente exigían más inversión en esta parcela. El Estado cumplió su parte y lleva cientos de millones de euros destinados a Rodalies en su plan de inversiones de 2020 a 2030. Cuando vieron atendidas las necesidades, los nacionalistas apelaron a los retrasos para fingir que las inquietudes de los ciudadanos son la cuestión de fondo, y que el Estado por sí mismo es incapaz de atenderla.

La Generalitat ya dispone de la autonomía en la gestión para decidir, entre otras cosas, los precios y los horarios. Y de hacerlo en unas vías que son propiedad de Adif en un servicio operado por Renfe. La transferencia total incluiría la operación y las vías a una Administración que, bajo el mando de los independentistas, no es leal a los intereses nacionales. ¿No sería, por tanto, un riesgo extraordinario delegar en la Generalitat el control absoluto sobre 1.200 kilómetros de red donde pasan trenes de cercanías, de media distancia, de alta velocidad y de mercancías con operadores públicos y privados que requieren de una coordinación con el resto de la red nacional e incluso internacional?

Aislar Rodalies generaría, en esencia, el aislamiento de la propia Cataluña. Y a partir de esta situación cabrían otro tipo de preguntas. ¿Está la Generalitat preparada para asumir la coordinación con Adif y con Francia, de modo que no sólo se garantice la puntualidad de los servicios, sino la seguridad de los pasajeros? ¿Con qué dinero se ocuparían de la gestión, a menos que esperen que el Estado se lo sufrague? ¿De dónde piensa sacar los trenes y los maquinistas, si aspiran a separarse de Renfe?

Lo único que cabría discutir con la Generalitat es que algunos kilómetros de vía, aquellos donde pasan exclusivamente trenes de cercanías, queden en manos de Ferrocarrils. Pero el Estado, en cualquier caso, tendría que plantear tres puntos a la Generalitat. De qué manera van a ofrecer el servicio. Quién lo va a operar. Y, como es natural, quién lo va a sufragar. Cualquier otra cosa sería una temeridad contraria a los intereses nacionales.