Tras 24 meses de incremento continuado de los precios, el INE hizo públicos ayer los datos del IPC de enero, que ha subido hasta el 5,8% por el fin de la bonificación a la gasolina.

Pero el dato verdaderamente preocupante es el de la inflación subyacente, la que no depende de vaivenes coyunturales, que no incluye productos energéticos y alimentos frescos, y que ha escalado hasta el 7,5%, la cifra más alta de las últimas tres décadas.

Los datos no son halagüeños por más que la vicepresidenta primera y ministra de Asuntos Económicos los haya calificado de "buena noticia". Nadia Calviño parece, en fin, más preocupada por contrarrestar el relato del PP que por los efectos reales de la inflación en el bolsillo de los trabajadores y las empresas españolas.

No es buena noticia que el IPC español alarme ya a los mercados europeos. No es buena noticia que el BCE se prepare para subir los tipos de interés hasta 1,5 puntos antes del verano. Y no es buena noticia que la hipoteca de los españoles vaya a subir a partir de este febrero una media de 3.500 euros (casi 300 euros al mes) durante 2023.

Porque si el "estancamiento" de la inflación, en realidad sólo una ralentización de su subida, es tan buena noticia, ¿por qué se prepara el Gobierno, como informa hoy EL ESPAÑOL, para aprobar un nuevo escudo social en marzo?

No. La subida de la inflación subyacente hasta niveles no vistos en tres décadas no es una buena noticia, sino una pésima señal. Pero el Gobierno parece instalado en el mismo negacionismo del último año en la Moncloa de José Luis Rodríguez Zapatero. El mismo Zapatero que rechazaba pronunciar la palabra "crisis" y que hablaba de "turbulencias" cuando la economía española se despeñaba en 2008 y 2009. 

No es tampoco una buena noticia que el Gobierno esté aplicando una política anticíclica consistente en subir las pensiones o en incrementar las ayudas sociales cargándolas a la deuda del Estado, es decir, en la mochila de los españoles más jóvenes. Sumemos a ese escenario los fondos europeos, una inyección de decenas de miles de millones en la economía que, evidentemente, tiene un impacto directo en la inflación. 

La consecuencia de esas políticas anticíclicas será sin duda alguna más inflación y una economía menos flexible, más endeudada, más anquilosada, más asfixiante.

Es decir, una economía fallida. 

El Gobierno no está diagnosticando bien el problema. Porque atribuir la subida de los precios a la avaricia de los distribuidores y las grandes cadenas de alimentación, como hacen desde hace años los regímenes populistas hispanoamericanos, puede servir para satisfacer el rencor social de la parte morada de la coalición.

Pero no hace nada por solucionar un problema que resulta grotesco atribuir al capitalismo "despiadado". ¿Es el capitalismo despiadado el que ha inundado la economía de dinero barato?  

El primer paso para solucionar una crisis inflacionaria es reconocer que esta es siempre y en cualquier lugar un fenómeno monetario y que acabar con el gasto y las inyecciones de dinero es el único camino para frenarla. La "avaricia" de los empresarios puede generar una subida puntual de precios en algunos bienes. Pero cuando una economía nacional se infecta de forma generalizada de inflación, la explicación pasa a ser otra por completo.

Y el negacionismo subyacente del Gobierno, basado en consideraciones más ideológicas que técnicas, no le ayudará desde luego a dar con la solución a esta crisis.