Francisco Javier García Gaztelu, alias Txapote, fue jefe de ETA y fue condenado por una decena de asesinatos. Entre ellos, el de Miguel Ángel Blanco. Henri Parot estuvo al frente de un comando con casi 50 crímenes a sus espaldas. Ambos dejarán de cumplir sus condenas fuera del País Vasco, sin que se les conozca arrepentimiento, después de que el Ministerio del Interior y el Gobierno de Iñigo Urkullu acordaran su traslado a cárceles de la región. Unas prisiones que son de competencia autonómica desde el pasado octubre.

El Partido Popular, como informamos en EL ESPAÑOL, ha pedido la comparecencia de Fernando Grande-Marlaska para que responda sobre esta y otras cuestiones, después de 14 meses al margen del Congreso de los Diputados, y ha acusado a Pedro Sánchez de comprometer “la dignidad de los españoles”. La respuesta del Partido Socialista es la previsible: el acercamiento de presos no es obra exclusiva de sus mandatarios.

Y es cierto. Durante los gobiernos de José María Aznar, entre 1996 y 2004, se acercó a 574 etarras. Con Mariano Rajoy, entre 2011 y 2018, fueron 229.

Pero lo discutible no es la autoría de la aproximación de terroristas encarcelados al País Vasco. Es evidente que es una medida común a todos los gobiernos y que está en la retina de la sociedad española desde hace décadas. Tanto es así que la mayoría de los etarras que permanecen en prisión están ya en el País Vasco o en prisiones cercanas a las tres provincias.

Un proceso deshonroso

Parece claro que el acercamiento de presos no rema a la contra de la legislación española y que puede justificarse desde que se esfumó, con el fin de la actividad armada de ETA, el motivo principal de la dispersión: evitar hilos de comunicación entre etarras dentro de las prisiones y posibilidades más que razonables de que cerraran filas o se coordinaran. De manera que se vuelve irrelevante dónde cumplen la condena, mientras la cumplan.

Lo que se discute es el propósito final de los acercamientos. Porque salta a la vista que los presos son piezas de cambalache entre el Gobierno de coalición y los socios parlamentarios de EH Bildu.

El proceso carga de motivos para la indignación por dos razones: por cobardemente camuflado y por tacticista. Si el Gobierno careciera de intereses parlamentarios, ¿no los acercaría de una, y no a cuentagotas, como viene haciendo? Si existiera una determinación humanista y genuina, con los familiares de los presos desplazados en el corazón de sus pensamientos, ¿no los trasladarían a la vista de todos, con valentía, más allá de cualquier reacción pública?