El ministro de Agricultura, Pesca y Alimentación, Luis Planas, anunció ayer una nueva norma en la abultada agenda legislativa del Gobierno. El Consejo de Ministros ha aprobado el proyecto de ley de prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentario, una legislación pionera en Europa que tiene el propósito de evitar el despilfarro de alimentos. 

La nueva normativa identifica un problema social evidente. Tres de cada cuatro hogares españoles desperdician alimentos, y los servicios de alimentación y hostelería contribuyen a que se tire a la basura una cantidad enorme de comida. Además, la futura ley se enmarca dentro de uno de los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030, el de reducir a la mitad el desperdicio de alimentos mundial.

Pero, como con tantas otras propuestas legislativas, hay que recordar que por muy loables que puedan ser las intenciones que la animan, no siempre se obtiene el resultado esperado cuando se extiende la regulación a ámbitos vírgenes. Hay que recordar también que la ejecución de la normativa puede entrañar problemas de planificación que deben tenerse en cuenta.

Dificultad logística

La principal duda que se desprende de la ley contra el desperdicio alimentario es su viabilidad. Porque organizar y prever para toda la cadena alimentaria las condiciones de recogida, transporte y almacenamiento de los productos requiere de una logística titánica. ¿Cómo piensa el Gobierno supervisar, a lo largo de todos los eslabones del sector de la restauración y la alimentación, que se cumplan las buenas prácticas en la donación de productos cercanos a la fecha de consumo preferente?

Porque algunas de las medidas que contempla el anteproyecto de ley son perfectamente factibles, fácilmente regulables y muy acertadas. Tal es el caso de la obligación de los operadores horeca (hoteles, restaurantes y caterings) de facilitar al consumidor un recipiente para evitar tirar a la basura las sobras de comida que no haya podido terminarse en el local.

Sin embargo, la logística se complica al extender la obligación de tener planes específicos de prevención del despilfarro alimentario para todos los establecimientos de más de 1.300 metros cuadrados. El Gobierno pretende que los fabricantes, las empresas de distribución al por menor, la hostelería y la restauración suscriban convenios de donación con bancos de alimentos y que incentiven la venta de productos próximos a la fecha de caducidad.

Es procedente y sensato que los poderes públicos trabajen por mejorar las ineficiencias de la cadena alimentaria. Pero hace falta que el Gobierno detalle los pormenores de la regulación que pretende.

Es evidente que erradicar el desperdicio alimentario pasa por corregir las ineficiencias en la planificación del almacenamiento, el suministro y la venta en el sector de la alimentación. Pero subsanarlas requiere una racionalización exhaustiva del conjunto de la cadena alimentaria. Una complicación logística de la que el Gobierno deberá ser consciente, anteponiendo la mesura regulatoria a las soluciones populares, pero poco realistas.