Rusia demostró ayer que en su guerra contra Occidente no cederá un solo paso al que no le obligue el rival. Con el bombardeo de la central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa, Vladímir Putin dio un salto cualitativo en su estrategia y demostró que ni siquiera la amenaza de una catástrofe nuclear le detendrá en su afán por controlar el territorio ucraniano de este a oeste y de norte a sur. 

El bombardeo de la central por parte de las tropas rusas provocó un incendio que, según los responsables de la instalación, no puso en riesgo el reactor. Sin embargo, las tropas rusas continuaron disparando en dirección a la central, defendida por la Guardia Nacional ucraniana, durante buena parte del viernes. Rusia ha acusado a los ucranianos de sabotear su propia central para poder culparles del ataque frente a la opinión pública. 

El bombardeo de la central de Zaporiyia demuestra que los riesgos generados por la invasión de Ucrania por parte del Ejército ruso van mucho más allá de sus fronteras. Y en este pulso de voluntades, en este juego de la gallina que Putin ha planteado a Occidente, conviene no engañarse al respecto para no caer en optimismos injustificados. Porque el presidente ruso va ganando terreno poco a poco. 

Evitando una escalada

Es cierto que las sanciones están dañando de forma muy severa la economía rusa. Pero también lo es que los efectos de esas sanciones son muy lentos y que la guerra avanza a un ritmo muy superior a ellos. Quizá por ello Bruselas afirmó ayer que las sanciones "funcionan" y amenazó con endurecerlas añadiendo más bancos rusos a la lista de entidades desconectadas de la red internacional de pagos SWIFT.  

Prueba de que Putin está ganando una buena parte de los pulsos que le ha echado a Occidente es, por ejemplo, la decisión de la OTAN de rechazar la petición del presidente ucraniano, Volodymyr Zelenski, de crear una zona de exclusión aérea sobre Ucrania para impedir los bombardeos rusos. 

Porque crear una zona de exclusión aérea requiere la voluntad y la capacidad de hacerla respetar. Es decir, la de derribar cualquier avión que la viole. Y eso haría que la OTAN entrara de lleno en el conflicto, convirtiéndose en un tercer combatiente (en contra de Rusia) y arriesgándose a que la escalada degenerara en un conflicto de todavía mayor envergadura. La OTAN ha sido clara al respecto: "No queremos una guerra con Rusia".

Normalizar las "relaciones"

La noticia de la creación de corredores humanitarios que permitan la salida de los civiles ucranianos de las localidades amenazadas por la batalla entre las tropas rusas y las ucranianas es una buena noticia que podría tener sin embargo un efecto secundario indeseado: sin el riesgo de provocar una matanza de civiles, el incentivo del ejército ruso para "moderarse" en sus ataques desaparece por completo.

Al sur del país, los buques de guerra rusos acechan la ciudad de Odesa y amenazan con cerrar la pinza de tres patas del ejército ruso sobre el centro del país (las otras dos patas serían la de las tropas que avanzan desde el este del país, la región del Donbás, y la de las tropas que avanzan desde el norte, desde Bielorrusia). 

Putin, que sigue defendiendo la necesidad de "normalizar" las relaciones de Occidente con Rusia mientras avanza en todos los frentes, ha dejado claro con el bombardeo de la central de Zaporiyia que no le tiene miedo a una hecatombe nuclear. Occidente ya ha puesto freno a una integración "de urgencia" de Ucrania en las instituciones europeas y atlantistas para no darle al presidente ruso una excusa, un casus belli, para la escalada.

Es evidente que tanto Occidente como Putin están haciendo un ejercicio de contención recíproco. Pero en este pulso de voluntades que se lleva a cabo sobre el borde del abismo, Putin tiene las de ganar. Los escrúpulos y los principios morales de las democracias liberales ganan voluntades. Pero en la guerra, el maquiavelismo y el consecuencialismo extremo de Putin le dan ventaja sobre sus rivales