No era necesario el paso por las urnas para conocer el ganador de las elecciones que se celebraron ayer en Nicaragua. El último remedo de Daniel Ortega, que afrontará sin impedimentos su cuarto mandato, pretende revestir de democracia lo que es, con todas las letras, una dictadura.

Hace tiempo que el dirigente sandinista y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, no engañan a nadie.

Ni al pueblo nicaragüense, asfixiado por el Estado policial y las terribles penurias económicas, y forzado a escoger entre las tres opciones posibles: Ortega, abstención o represalias.

Ni a la comunidad internacional, que denuncia la ausencia de garantías democráticas y observa con desespero la perpetuidad de un régimen absolutista que se hereda dinásticamente, de padres a hijos, y que mantiene a los siete candidatos de la oposición en la cárcel.

Atrás queda el triunfo de la revolución sandinista de julio de 1979, que ilusionó a miles de ingenuos latinoamericanos y europeos deseosos de atestiguar en Managua la nueva oportunidad del socialismo para erigirse como modelo humanista y liberador, en confrontación con la dictadura somocista, el capitalismo y la influencia estadounidense.

De aquella ensoñación, esta distopía.

Cuarenta años después, el pequeño país centroamericano es uno de los pasadizos centrales del tráfico de cocaína y el segundo país más pobre de la región, únicamente por encima de Haití (el más pobre de América y del mundo, por otra parte). Una república incapaz de cumplir ningún parámetro mínimo de libertad, seguridad y respeto por los derechos humanos.

Nicaragua es, en fin, otro ejemplo palmario del fracaso y la deriva natural de las revoluciones socialistas en Hispanoamérica, con líderes que nunca incluyeron entre sus planes cumplir con las promesas por las que recabaron el apoyo de las clases populares. 

Terror sandinista

El ímpetu represor de los Ortega se ha recrudecido desde 2018, con políticos, activistas, reporteros y viejos aliados encarcelados, y con centenares de manifestantes asesinados en las protestas organizadas a lo largo del último lustro.

La situación no tiene visos de mejora. La dinastía de los Ortega, además de regir con puño de hierro el que es de facto el partido único del país, controla los aparatos de poder estratégicos y necesarios para garantizar su supervivencia. Entre ocho de los nueve hijos del matrimonio, consumado el mismo año que la revolución, se reparten numerosos medios de comunicación, la compañía nacional petrolera y una amplia red de empresas públicas.

No basta con criticar públicamente la tiranía de los Ortega. La comunidad internacional, con España a la cabeza, tiene el deber de elevar la presión sobre un régimen antidemocrático que condena a la pobreza, la muerte o el exilio a millones de personas. El terror sandinista tiene que acabar en Nicaragua.