Policías en la zona del ataque terrorista en Bondi Beach, Sidney, Australia.

Policías en la zona del ataque terrorista en Bondi Beach, Sidney, Australia. Reuters

Columnas BLOC DE NOTES

El momento Sídney

Lo que ha ocurrido en Sídney puede ocurrir mañana en Nueva York, Londres, Roma, Madrid o París.

Publicada

Cuando, al día siguiente del 7 de octubre, manifestantes se reúnen en Sídney, frente a la Ópera, al grito de "Que se jodan los judíos" y "Gasead a los judíos".

Cuando otros, o los mismos, embadurnan los muros de las ciudades de Australia (esa tierra refugio donde tantos supervivientes de la Shoah habían creído encontrar, en el fin del mundo, una morada fuera del alcance de la jauría) con grafitis que proclaman "Gloria a Hamás" o "Que se repita el 7 de octubre".

Cuando, en Nueva York, cientos de manifestantes supuestamente propalestinos se congregan en Times Square y corean a pleno pulmón "La resistencia está justificada" o "Globalicemos la intifada".

Cuando, en los campus más prestigiosos, profesores respetados graban vídeos para explicar que el 7 de octubre fue "el día más hermoso de sus vidas".

Cuando, también en Nueva York, quien se prepara para convertirse en alcalde de la ciudad no ve inconveniente en que sus futuros administrados llamen a "globalizar la intifada".

Cuando este llamamiento a "globalizar la intifada" (es decir, si las palabras tienen sentido, a repetir el pogromo del 7 de octubre en todo el mundo y allí donde haya judíos) se convierte en un eslogan mundial y la calle occidental disputa a la calle árabe la palma de la radicalidad.

El primer ministro australiano, Anthony Albanese, rodeado de policías en la zona del ataque yihadista.

El primer ministro australiano, Anthony Albanese, rodeado de policías en la zona del ataque yihadista. Reuters

Cuando La Francia Insumisa, que el 7 de octubre se negó a calificar a Hamás de grupo terrorista y no quiso ver, en la masacre de los kibutz y del festival de música Supernova, más que "una ofensiva armada de las fuerzas palestinas en el contexto de una intensificación de la política de ocupación israelí", no pierde ninguna ocasión de aportar el apoyo de sus diputados a tal influencer que exhorta a "liderar la intifada" en París y Marsella.

A tal concentración donde la pregunta planteada a los manifestantes era: "¿Estáis de acuerdo en seguir siendo ese 'diluvio de Al-Aqsa' que, por todo el mundo, inunda las calles, inunda las almas, inunda las conciencias?".

O a tales incendiarios de teatro aterrorizando al público que acudió a escuchar a la Orquesta Filarmónica de Israel.

Y cuando, como si esto no fuera suficiente, estos sembradores de fuego califican de "genocidas" a aquellas y aquellos que denuncian sus acciones facciosas o tienen, simplemente, una idea diferente de la manera de hacer la paz en Oriente Próximo.

Entonces sucede lo inconcebible.

Entonces, entrar en una sinagoga se convierte en un riesgo mortal.

Entonces, se tiene un nudo en el estómago cuando un hijo sale por la mañana hacia la escuela.

Entonces, los rabinos tiemblan.

Entonces, los creyentes ocultan su kipá bajo una gorra.

Y, un día, hombres corrientes llevan hasta el extremo lo que dicen las palabras; las toman, en cierto modo, al pie de la letra; ponen cuerpos, rostros, vidas, a las palabras de Rima Hassan, Manuel Bompard o Jean-Luc Mélenchon.

Se procuran armas; se entrenan; y, una noche de Janucá, a orillas del mar, en un lugar de alegría e inocencia semejante al del festival Supernova, cazan como conejos a mujeres, hombres y niños cuyo único crimen era haberse reunido para celebrar el triunfo de la luz.

Sé que hay que armarse de prudencia antes de establecer un vínculo de causalidad entre las palabras y los crímenes.

Y conozco el peligro de esta pendiente, de este efecto mariposa moral y de la tentación de transformar la palabra en culpabilidad y de poner un signo igual entre un llamamiento al asesinato y el paso al acto.

Pero recuerdo también la lección de Primo Levi recordando, en Los hundidos y los salvados, cómo las masacres no comienzan nunca con armas, sino con palabras.

Varios diputados de Sumar muestran camisetas a favor de Palestina.

Varios diputados de Sumar muestran camisetas a favor de Palestina. Europa Press

O de Victor Klemperer, el filólogo de la corrupción de la lengua alemana por el nazismo, estableciendo, en LTI. La lengua del Tercer Reich, que "las palabras pueden ser como minúsculas dosis de arsénico".

O, simplemente, de Jean-Paul Sartre, cuya célebre fórmula, tomada de Brice Parain, sobre las palabras que son "pistolas cargadas" rara vez me ha parecido tan justa.

Y es por eso que, en la pena, la cólera, pero sin ánimo polémico, invito a un examen de conciencia a todos aquellos que, dos años después, siguen pensando que se puede jugar impunemente con las palabras del odio a los judíos y del pogromo.

Porque lo que ha ocurrido en Sidney no es un accidente, sino un signo.

Al correr el riesgo de que las mismas causas produzcan los mismos efectos, esto puede ocurrir, mañana, en Nueva York, Londres, Roma, Madrid o París.

Puede ocurrir, en verdad, en cualquier ciudad del mundo donde aún se tenga la frivolidad de creer que las palabras no son más que palabras, que los eslóganes sólo comprometen a quienes los martillean y que el odio, cuando se envuelve en el supuesto amor a un pueblo que sufre, puede exonerarse de sus consecuencias.

No se trata ni de ceder al pánico ni de concluir que hay un ascenso de una ola tan irresistible como en las horas más trágicas de la historia de Occidente.

Pero, si mantener la sangre fría es una virtud, apartar la mirada puede ser un crimen (y la sabiduría manda admitir que hay momentos en los que la Historia advierte).

Sídney es uno de ellos. Aún hace falta oír y ver lo que se dice.