Foto promocional de Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson, una película donde siempre conduce ella.
Nasía pa tener chófer... pero tengo 34 años y me estoy sacando el carnet
El carné de coche lo tiene gente a la que le faltan seis veranos. Lo tiene la gente más retrasada que conozco, eso es cierto, pero yo no lo tendré, o no tan fácilmente, porque no entiendo nada de lo que dicen.
Yo soy escritora. Los escritores no conducimos. Eso me dijo una vez una editora veterana: “Cariño, no te angusties. Tú no conduces porque eres escritora”. Y yo quise creérmelo porque me venía bien. “Mira, Fernando Fernán Gómez no conducía. Y Garci tampoco”, aseguró.
“Esa es mi gente”, le contesté yo.
También los taxistas son mi gente. He cogido una cantidad indecente de taxis en mi vida, hasta la parodia. Han sido mi medio de transporte oficial, diario. He dilapidado mi escueta fortuna en ellos. Me han gustado tanto y tan morbosamente que he llegado a fingir una leve cojera por la vergüenza de pillarlos para un trayecto ridículo, quizá de una sola calle.
Al bajar, aunque ya daba todo igual, también he cojeado un poco, por no desmerecer el relato. El teatro es una cosa muy seria.
Ellos se han dado cuenta y me han dejado hacer. Para algo están los amigos.
Los taxis. Su luz verde como una aprobación de la aventura. Los he detenido con la mano entre el viento de Chamberí hablando airadamente por teléfono y luego me he acurrucado en su nave espacial. Estoy convencida de que “qué tal, caballero” son mis tres palabras más usadas del idioma. Nos hemos contado secretos de todo tipo. Somos cronistas de la ciudad esquizofrénica.
Un taxi en el Madrid de Lorena G. Maldonado.
He luchado secretamente contra la diáfana sensación de que merezco un chófer. Se me da muy bien expresarme desde el asiento trasero con la franja de la cara que cabe en el retrovisor, la de los ojos y las cejas y la frente. Pero este don no se está valorando mucho en el mundo moderno. Por lo que sea.
Así que todo eso se acabó. He claudicado. Me he apuntado a una autoescuela ahora que tengo más años que un núo. Hago tests por las noches como quien juega al bingo mientras me como una mandarina. Tengo buena voluntad, pero no doy una.
Me he dado cuenta de que soy muy chunga, prácticamente deficiente, de esto que te preocupas.
"Cómo no voy a sacarme esto, coño, si lo tiene todo el mundo", me digo, dándome ánimos.
Pero da igual, no es posible la autoestima porque la realidad se impone. El carné de coche lo tiene gente a la que le faltan seis veranos. Lo tiene la gente más retrasada que conozco, eso es cierto, pero yo no lo tendré, o no tan fácilmente, porque no entiendo nada de lo que dicen.
¿Está permitido poner las luces antiniebla a la salida del sol, cuando duerme el último vampiro, si está lloviendo para arriba? Chica, pues no lo sé, haz lo que veas.
¿Quién dirías que tiene preferencia en el cruce? Si se te aparece por un lado un gnomo del bosque y y por otro tu abuela en moto, ¿a cuál debes dejar pasar antes?
¿Y si irrumpe la orquesta de Frigiliana con una cabra? ¿Se considera pastoreo? ¿Por el arcén izquierdo o derecho?
Lee las señales, ¿qué dirías que significa esta esvástica con un patinete dentro?
Así todo. Estoy sometida a mucha presión. Mi familia empieza a darme por perdida.
El viernes llegué a la DGT de Móstoles, donde Cristo perdió el mechero, a las siete y cuarto de la mañana. Totalmente arrecía, quizá paralizada por mi propia estupidez. No había tenido fuerzas ni de maquillarme un poco. Iba con las pecas al aire, es decir, prácticamente desnuda, inocente de nuevo, estudiantil a mis 34. Una corderilla que llegaba al matadero.
Me sobraba tiempo hasta el examen, que era a las ocho y cuarto, pero guardé el móvil y no hice ningún test más. La clave es no parecer desesperada, me dije a mí misma.
Tarde.
La cafetería de la DGT es un mundo aparte. Hay espíritu de carajillo desde temprano. Qué pureza, hija. Allí hay hombres, “hombres de verdad”, como dice mi amigo Oliva, que es un apasionado de las manos grandes y callosas: hacía años que no veía uno.
Estaban todos allí, en la barra, bebiéndose un cortado ardiendo de trago. La falta de hombres de Madrid se explica por la concentración de hombres en Móstoles.
Me senté en mi mesa de Pepsi a observar el percal. Aún era de noche como en los cuentos. Vi neveras de San Miguel y unos novios principiantes, vi una cafetera maquinando como un tren de vapor, vi churros con azúcar ya dispuestos en platitos esperando a ser dispensados y vi lotería de navidad colgando a todo coño de los botes de Cola-Cao. Cada vez que alguien abría la puerta, entraba una ráfaga que me helaba la nariz.
Todo eso me despejó bastante, me puso casi de buen humor.
La DGT es como el hospital o como las puertas del cielo: interclasismo puro. La DGT nos democratiza. Yo ya había asumido mi destino como una heroína clásica, pero estaba allí para jugar. Los no-lugares como la DGT se prestan mucho a la fantasía. Hay tanto vacío que puedes rellenarlo con lo que quieras. Todos somos cualquiera y así está bien.
La cosa fue regular nada más, aunque fue divertido vivir un rato en el mundo al revés.
Por una vez en mi vida, era yo la que salía rayada de un examen, pero los chavales de 18 años (con sus cadenas de plata y sus chaquetones de The North Face, unos máquinas) fumaban en la puerta con una paz invencible. Sonreían como futuros gángsters a motor.
A mis amigos lacónicos de la DGT, a los que abandonaron con ligereza el examen al cuarto de hora mientras yo repasaba como una friki en el minuto treinta: os quiero a todos y cada uno, aunque nunca os lo dije.
Os vi hacer el test con el abrigo puesto, metiendo la cabeza en los cuellos como hacíais cuando era niña, con la boca tras la cremallera. Me acuerdo de vosotros. Fui al colegio con niños así, con niños guapos y serios, desafiantes, que se levantaban del pupitre con desinterés y se iban a beber agua a la fuente sin mirar a nadie.
Yo ya soy casi una señora entre la chavalada y desde luego no hablo la ley vial. Este es su mundo. El mundo macho y ágil de los muchachos con instinto y esa energía luminosa y llena de rabia al mismo tiempo. ¡Ellos han ganado! Retiro mis tropas intelectuales, mis tropas poéticas, inútiles…
Entonces recuerdo lo que pinto yo allí. Nadia me dijo que había tenido un sueño muy vívido en el que yo aparecía por su calle fumando en un descapotable amarillo. De fondo sonaba Porque tú te ves bonita tú te pones orgullosa. Creo que estoy corriendo detrás de esa yo, pero al ser peatona voy muy lenta.
Mientras escribo esto, aún no tengo la nota del teórico.
Yo les seguiré informando.
No dejemos el asunto aún en suspenso. Dejémoslo en suspense.