Carrie Bradshaw en París.

Carrie Bradshaw en París.

Columnas DESÓRDENES

Del aquagym de Torremolinos a creerme Carrie Bradshaw en París: cuento de verano de una chica

Todas las chicas que nos habitan merecen cuatro días de venirse arriba y creerse Carrie Bradshaw en París, muy felices y superficiales, viviendo a todo trapo y pencando en Dior.

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Hace rato que las chicas sabemos que la vida es como Sexo en Nueva York pero sin sexo y sin Nueva York, es decir: más bien Ataque de pánico en Torremolinos. O Colapso mental en Turín, al estilo Nietzsche.

Sin embargo, subsistimos.

Las chicas volvemos a casa por vacaciones y nos apuntamos a aquagym con nuestra madre, nuestra hermana y veinte ancianas bastante competitivas que luchan por la atención del monitor con guasa antigua y una teatralidad acuática muy andaluza.

El muchacho es monísimo: se llama Paco, tiene una belleza asalvajada de las de arito de coco en la oreja y te invita un poco a la vida hippie que juraste destruir.

El santo varón se sonríe para adentro, pobrecillo, cuando nos ve a las abuelas y a mí como cucarachas panzarriba intentando flotar sobre los churros de espuma.

Yo ando un poco frita porque Paco me vea un día con el pelo suelto para que recuerde que soy una mujer y que, al cabo, podría ser peligrosa, pero sólo me conoce con el gorro de natación reglamentario, del todo antierótico, con el que parezco un espermatozoide.

Sueño con desmelenarme, con rajar ese trozo de látex que es mi hiyab.

Juraría que en la supervisión de los ejercicios, el bueno de Paco se detiene en mí un poquillo más de la cuenta.

Se lo cuento a mi madre y dice en voz alta: "Esta niña es problemática", como si yo no la estuviera escuchando.

Mi hermana se descojona y lo achaca a mi célebre torpeza.

Soy la alumna más chunga de la clase, la más deficiente, y seguro que merezco un trato especial. Las abuelas me dan veinte vueltas.

Pienso en qué a gusto estaría yo al sol criando pecas y riéndome sola con un libro de Josep Pla, pero una quiere integrarse en el sistema del cuerpo y en el de la familia al mismo tiempo.

Las yayas y yo nos quedamos un poco chafadas una mañana que vimos a Paco con un niño Mowgli en brazos. Se nos cortó levemente el rollo, sobre todo porque el crío le llamó "papá". Nos miramos y entendimos. Paco nos la había tramado. Paco tenía una vida en seco, una vida fuera de la piscina del barrio. Era un anfibio con las piernas morenísimas.

Este era un poco el percal veraniego cuando pegué la espantada dirección París con Raúl, que es mi amigo gay, más o menos. Digo más o menos porque tenemos una fraternidad con destellos de romanticismo y porque últimamente dice que no es gay, que es bi. Yo le digo que bi no es ni de coña. Y él me dice que, desde luego, yo tampoco. Jajá.

Nos reímos mucho con esa maldad tan larga y tan nuestra.

Vestíbulo del hotel Prince de Galles de París.

Vestíbulo del hotel Prince de Galles de París.

Al final del día, nos gustan las mismas cosas: los hombres, el impresionismo y el Prince de Galles de París, el cinco estrellas de la Avenida George V donde arrancan todas las novelas. Se construyó en 1929 en honor al príncipe de Gales, pero nunca fue a conocerlo. Esta gente no está a lo que está.

Nos contó nuestro amigo el recepcionista que la duquesa de Alba, aniñatadilla, fue a alojarse allí con su familia en plena Guerra Civil, cuando estaban a la cuarta pregunta, y que no le hizo gracia el sitio. Vaya por dios. "Ella era más de arremangarse el vestío para echarse una rumba descalza en el salón con Lola Flores", me dice Raúl.

"Y quién no", le digo yo.

Todas las mujeres somos muchas mujeres. Contenemos ejércitos.

Yo misma siento mi multiplicidad, mi desparrame de hembras a la fuga que no van muy lejos, como una caja de cereales rota en el suelo o un rosario abierto con las cuentas rodando.

Hay una mujer con mi nombre y con mi cara que se sumerge en una bañera caliente bajo un cuadro de Tamara de Lempicka: por la noche, las chimeneíllas de París le parecen cigarros desordenados en la cajeta y le dan deseos calientes y se baja a fumar a la puerta del hotel, junto al Four Seasons, escuchando Lole y Manuel en los cascos mientras los raperos salen a la madrugada con sus amantes y embarcan en sus limusinas y el mundo gira enorme y hermoso y raro.

Yo soy esa, y también la que se mira en silencio con el botones afroamericano que me cuida como un guardaespaldas, y la que se esparce en L'Avenue performando chica misteriosa y pizpireta que amenaza nueva en la ciudad, y la que coge de la mano a Raúl en la Plaza Vendôme fingiéndose tontísima, y la zorra intrépida que desayuna un chupito de vodka y una patata asada con caviar en el Caviar Kaspia, bajo un toldo tan turquesa que golpea.

'Autorretrato con Cristo amarillo', de Paul Gauguin.

'Autorretrato con Cristo amarillo', de Paul Gauguin.

Hay muchas amigas de mí misma, hay muchas yo que andan descarriadas en la irrealidad radiante de París, con las cinturas estrechas del verano y las caderas generosas: una que se queda colgada en el D'Orsay del Autorretrato con Cristo amarillo de Gauguin, otra que compra postales en Montmartre para los novios en los que ya nunca piensa pero compadece (a los novios esos de otra vida: ¡jamás volveré!), una tercera que cena en Maxim's recopilando citas sobre todos los mundos que se solapan en uno, pero sabiendo que los más colosales siempre son los frustrados.

Ella anota, por ejemplo, Le régret d’Héraclite, de Borges: "Yo, que tantos hombres he sido, no he sido nunca aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach".

O ese dulce de Canción para todas las que eres, de Eliseo Diego: "No sólo el hoy fragante de tus ojos amo / sino a la niña oculta que allá dentro / mira la vastedad del mundo con redondo azoro, / y amo a la extraña gris que me recuerda / en un rincón del tiempo que el invierno ampara".

O aquel poema de Miguel D'Ors que se llama Insisto: "Mi vida: tantos días / que no estuve en El Cuzco / ni en Siena ni en Grenoble, / tantos aviones rubricando el cielo / en los que yo no iba, tantas voces / cuyo calor jamás / tocó mi corazón. / Sólo el tiempo, vacío, / sólo el tiempo, esta estepa / desesperada, sólo / ver los martes, los miércoles, los jueves, / ver cómo / se suceden, implacables, / los tubos de Colgate".

Yo soy sobre todo las mujeres que no soy en París, las que ya no conversan en el patio del Prince de Galles con Cristophe, el camarero mágico y colombiano; las que no soy ya, de ninguna manera, mientras escribo estas líneas viendo ondear mi toalla en la terracilla al sur del sur, recolocando mi gorra verde de Caja Rural y planeando una tarde de toros con mi padre para ver a Morante y a Talavante mano a mano, pero qué corpóreas andan todas y cómo las defenderé hasta la muerte, patéticas o fantásticas, integrantes clandestinas siempre de la Pandilla Basura, subías a un tigre indistintamente en hoteles de lujo o moteles de carretera.

Sé que aquellos días en Francia soñábamos con el infinito, y con hombres con frac y monóculo que se nos acercaban en las escaleras de la Ópera haciendo sonar sus anillos al apoyarse en las barandas, y sé también que todo es un teatro clamoroso y fascinante y que todas las mujeres que una es y las que no es pesan lo mismo: lo que pese su relato.

Todas las chicas que nos habitan merecen cuatro días de venirse arriba y creerse Carrie Bradshaw en París, muy felices y superficiales, viviendo a todo trapo y pencando en Dior. Todas las chicas necesitamos cachondearnos desde el jardín del Ritz con nuestro amigo gay de los tipos presuntuosos que follan mal y que no tienen nada que decir.

Es tan gloriosa la amistad, es tan glorioso que sea agosto.

Una sabe bien que vendrá el invierno, pero eso ya es problema de otra Lorena.

Hoy, de vuelta al aquagym, Paco me ha guiñado el ojo. Y la vida, furiosa y descacharrante, se abre paso de nuevo en quince direcciones.