Un laboratorio de alta seguridad sueco.

Un laboratorio de alta seguridad sueco. Reuters

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La ciencia es el último bastión humanista de un mundo en llamas

La ciencia es, paradójicamente, el último espacio de consenso universal posible.

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Durante décadas, las palabras democracia, justicia, libertad o igualdad sirvieron de brújula para construir sociedades abiertas. Hoy se ven desgastadas, relativizadas, convertidas en munición interesada.

Hoy, las palabras han empezado a vaciarse, mientras los hechos se imponen con una crudeza creciente: las guerras se eternizan, las instituciones se debilitan, el clima se desborda, el miedo crece.

Sin embargo, hay un terreno donde el lenguaje aún tiene sentido. Donde las normas aún se respetan, los objetivos siguen siendo comunes y las diferencias no impiden cooperar.

Un médico de laboratorio analizando pruebas genéticas.

Un médico de laboratorio analizando pruebas genéticas.

Ese terreno es la ciencia.

En un mundo fracturado, la ciencia se ha convertido en el único bastión radicalmente humanista que nos queda. No porque sea perfecta (no lo es), ni neutral (no puede serlo), sino porque conserva algo cada vez más raro: la voluntad deliberada de construir conocimiento útil, verificable y compartido, al servicio de la vida humana.

A diferencia de la política, tan frecuentemente secuestrada hoy por la urgencia electoral o la polarización cultural, la ciencia trabaja con horizontes largos.

A diferencia del mercado, no busca maximizar el beneficio inmediato, sino el impacto a medio y largo plazo.

A diferencia del fanatismo ideológico, no exige obediencia, sino evidencia.

Hace apenas unos días hemos conocido un avance esperanzador en la lucha contra el cáncer de mama triple negativo, uno de los más agresivos y de peor pronóstico: una nueva terapia inmunológica que reactiva la respuesta del sistema inmune frente al tumor, desarrollada por investigadores de la Universidad de Navarra.

Mientras, el CSIC colabora en la creación de la escala más avanzada de riesgo genético para Alzheimer y crea un nuevo test que reduce el tiempo para diagnosticar infecciones víricas de horas a minutos. Investigadores de la Universidad de Cambridge han logrado generar embriones humanos sintéticos sin necesidad de óvulos ni esperma, y un equipo internacional liderado por el Instituto Max Planck ha conseguido por primera vez captar en tiempo real la formación de sinapsis entre neuronas, lo que permite vislumbrar el mapa dinámico del pensamiento humano.

¿Se habla de esto? Apenas. Un rincón en prensa, una mención de trámite en las noticias.

Pero cada uno de estos descubrimientos encierra más esperanza real que mil discursos sobre pactos imposibles o comisiones de investigación estériles.

En sus mejores versiones, la ciencia es ética aplicada al conocimiento. Su razón de ser es profundamente humanista: preservar la vida, comprender el mundo, aliviar el sufrimiento. Frente al caos de la actualidad (con una comunidad internacional incapaz de detener masacres como la de Gaza o de sostener con firmeza a países como Ucrania), la ciencia es, paradójicamente, el último espacio de consenso universal posible.

La ciencia opera sobre una base moral implícita. La de que la vida humana tiene valor, que la verdad puede perseguirse sin dueños y que el conocimiento debe ser compartido.

Son principios frágiles, sí. Pero aún resisten. Y en un mundo donde tantas cosas se han desfondado, eso ya es un milagro.

España, con todas sus limitaciones, forma parte de ese esfuerzo global. Pero la investigación científica en nuestro país sigue peleando contra inercias insoportables. El sistema sigue siendo frágil, desordenado, dependiente de impulsos y no de una política sostenida.

La carrera científica sigue marcada por la precariedad y la endogamia.

El prestigio del investigador no tiene reflejo en las condiciones laborales que se le ofrecen.

Y en algunos centros emblemáticos, como el CNIO, los escándalos de gestión muestran hasta qué punto las instituciones científicas no están a salvo del deterioro generalizado.

Aquí es donde entra Europa. En un momento en que Estados Unidos se repliega, polarizado y sometido a la amenaza de una regresión ideológica grave, y en que China avanza bajo un modelo de control estatal del conocimiento, la Unión Europea tiene la oportunidad (y la obligación) de convertirse en el refugio mundial del conocimiento libre, abierto y útil.

Ese es, precisamente, el sentido profundo de Horizonte Europa: el mayor programa científico del mundo, con 95.500 millones de euros hasta 2027, orientado a sostener la investigación básica, impulsar la innovación tecnológica, enfrentar los grandes retos globales (clima, salud, digitalización) y hacerlo desde una lógica cooperativa, no competitiva.

España ha tenido una participación notable (cuarta en retorno de fondos), pero aún por debajo de su potencial científico real. Horizonte Europa no solo es una gran oportunidad financiera: es una arquitectura común que permite fijar estándares de calidad, movilidad y carrera científica en toda Europa.

Es ahí donde deberíamos volcarnos para crear un ecosistema investigador europeo sólido, en el que España pueda desempeñar un papel de liderazgo real.

Es ahí donde podemos dar el salto cualitativo que tanto necesitamos: atraer talento, retener el propio, dignificar la profesión científica y convertirnos en referente de innovación social.

Y también es, en este momento, una herramienta geopolítica: el contexto internacional (con Estados Unidos entrando en un ciclo regresivo y Asia acelerando) hace que Europa deba apostar por la ciencia como pilar de su autonomía estratégica.

Para ello, necesitamos una política que reconozca que cada euro invertido en I+D es un paso hacia un país más soberano, más equitativo, más preparado. Y que comprenda, además, que detrás de cada avance hay personas: jóvenes doctores, técnicos de laboratorio, equipos multidisciplinares que necesitan condiciones dignas para desplegar todo su potencial.

La ciencia no es sólo una herramienta útil, es, ante todo, un modelo de convivencia. Un sistema de normas compartidas. Un método para alcanzar acuerdos, incluso entre quienes piensan distinto.

En un mundo cada vez más fracturado, cada descubrimiento no es sólo un logro técnico, es una afirmación moral: seguimos creyendo en el esfuerzo, en la cooperación, en la razón.

Porque cuando todo lo demás se tambalea (cuando las instituciones pierden legitimidad, cuando las guerras borran la esperanza, cuando la justicia parece selectiva), la ciencia sigue ahí: modesta, rigurosa, humana.

No sólo para curar enfermedades o salvar el planeta, sino para no perder lo que aún nos define como especie: la voluntad de comprender, de cuidar y de mejorar el mundo que compartimos.