León XIV se dirige a los fieles tras ser elegido Papa.

León XIV se dirige a los fieles tras ser elegido Papa. Reuters

Columnas TIRANDO DEL HILO

Qué mal ha envejecido 'Cónclave' tras la imagen de León XIV emocionado

Qué mal ha envejecido Cónclave en cuestión de minutos. Después de esa insistencia, un tanto demodé, un tanto facilona, de que en la Iglesia católica en general y en la elección del sucesor de Pedro en particular todo son rencillas de poder.

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Hay imágenes que marcan un pontificado. Por su simbolismo, por su fuerza, por su ternura.

Está la del recién elegido papa Francisco, ataviado con la sotana blanca, pero sin la muceta papal.

O la de Benedicto XVI en la JMJ de Madrid, firme frente al vendaval que amenazaba con llevarse no sólo su solideo, sino toda su persona.

O la de San Juan Pablo II, llorando de la risa con el espectáculo de unos payasos en el Vaticano.

Cada pontificado tiene sus imágenes cruciales y ayer fuimos testigos de la primera que se grabará en la retina colectiva del pontificado de León XIV: la imagen de la humanidad. Una escena que, sin lugar a dudas, pasará a la historia como uno de los momentos más genuinos y representativos de lo que significa asumir el encargo de ser el vicario de Cristo en la Tierra.

El cardenal Prevost, ya como León XIV, no llevaba ni diez segundos en el balcón de la Logia de la Bendición, cuando sus rasgos se empezaron a tensar. Esa nuez que no dejaba de subir y bajar. Esa nariz, que no paraba de sorber. Esa mirada, a ratos enrojecida, a ratos humedecida.

Esa profunda emoción que quedaba reflejada en todos los gestos de su cara.

Qué mal ha envejecido Cónclave en cuestión de minutos. Después de esa insistencia, un tanto demodé, un tanto facilona, de que en la Iglesia católica en general y en la elección del sucesor de Pedro en particular todo son rencillas de poder. Después de plantearnos el cónclave como una junta directiva de una empresa que cotiza en Wall Street, se presenta ante el mundo entero, ante miles de millones de personas, un señor de sesenta y nueve años al borde de las lágrimas.

Unas lágrimas que son de emoción, por supuesto. Puede que incluso de alegría por sentir tan cercano el cariño de los fieles de la Plaza de San Pedro. Pero no tengo claro que sean unas lágrimas de felicidad.

Como dijo el cardenal Cristóbal López, quien de calle quiera ser Papa, o está mal de la cabeza, o está mal del corazón.

Las lágrimas de León XIV son unas lágrimas de servicio. De entrega. De sumisión y aceptación de la voluntad de Dios. Unas lágrimas impregnadas de humanidad y también de humildad. En un mundo de gestos, cuál mayor que este.

Como era de esperar, poco después del anuncio del nombre de Prevost empezaron a surgir las primeras dudas convertidas al momento en afirmaciones categóricas. Que si es progre, que si es woke, que si es moderado o incluso pro-Trump, que si es igual de tradicionalista que todos los anteriores.

Y mientras, alejados de estas simplificaciones, alejados de estas etiquetas que sólo son de utilidad para quienes no han pisado un templo en años, una iglesia unida contemplaba la imagen de una voluntad acatada por amor a Dios.

¿Cómo tiene que ser pasar de la belleza abrumadora de la Capilla Sixtina, vestido con los colores del cardenalato, a una sala pequeña, austera, con escaso mobiliario y la sotana blanca colgada en el perchero?

¿Cómo tiene que ser ese instante de penetrar en la soledad de la Sala de las lágrimas, y pasar de ser un cardenal agustino para convertirte en el Sumo Pontífice?

¿Cómo tiene que ser sentir esa santa carga sobre los propios hombros? No tengo pruebas, pero tampoco dudas, del porqué del nombre de la sala. La cara de Prevost ya lo decía todo.

Y también sus primeras palabras: “La paz esté con vosotros”. Las mismas palabras con las que Cristo Resucitado saludó a los discípulos que se escondían con las puertas cerradas por miedo a los judíos. “El mal no prevalecerá”, nos recordó León XIV.

Una llamada, una exhortación escondida que invita a cultivar la esperanza. A cultivar la paz interior. A dejar de lado el miedo y a seguir proclamando el Evangelio que se puede resumir en el Nuevo Mandamiento: amaos los unos a los otros como yo os he amado.

A eso llama Cristo y a eso invita la iglesia, encabezada por León XIV: a ser un único pueblo que camina unido. En paz. Sin miedo. Un pueblo que trabaja por la justicia, un pueblo que es misionero. Un pueblo que entiende que su misión queda resumida en las lágrimas de su Papa, en esa absoluta entrega por amor.

Nada facilita más la transformación que el buen ejemplo y nada une más que una emoción verdadera compartida.

León XIV ha logrado ambas cosas en apenas un día.