El escritor francés Jacques Henric, junto a su mujer, la también escritora Catherine Millet.

El escritor francés Jacques Henric, junto a su mujer, la también escritora Catherine Millet.

Columnas BLOC DE NOTES

Vida literaria, buenas noches

No diré que era una bella época. Y preciso que no soy, como algunos de mis queridos amigos, siempre bien tratado en este libro. Pero fue una época, de eso no hay duda.

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Jacques Henric nació en 1938. Es escritor. Participó en lo que, en los tiempos de nuestra juventud, se llamaba las vanguardias. Y publica, en Plon, un documento literario excepcional: Los profanadores, su diario de los años 1971-2015.

Allí se cruza uno con un gran escritor, Pierre Guyotat, en un momento de su vida en el que su obsesión es pasar la aspiradora. Una mujer santa, Paule Thévenin, que dedica su vida a defender e ilustrar la memoria de otro maldito: el sulfuroso Antonin Artaud.

Se ve a Philippe Sollers escandalizando, a veces defendiendo el catolicismo apostólico y romano incluso hasta la Inquisición, a veces proclamando que "la calidad de los textos no importa, sólo cuenta el sexo".

Se vislumbra a Jean Piel, sucesor de Georges Bataille al frente de la legendaria revista Critique, preguntándose ya "qué dirán las mujeres" si publica el texto que Roland Barthes dedica al sulfuroso autor de H.

Se escucha el estruendo que hacía la revista de Sollers, Tel Quel, en el momento en que los demás círculos parisinos, sobrepasados y algo celosos, fingían preguntarse quién, si él, Sollers, o su antiguo camarada, Jean-Edern Hallier, la había inventado realmente.

Portada del libro 'Los profanadores', de Jacques Henric

Portada del libro 'Los profanadores', de Jacques Henric

Otra revista, Art Press, está también omnipresente con su directora, Catherine Millet, compañera de Henric y convencida, como él, de que son los pintores y los escritores quienes, juntos, en su inagotable diálogo, inventaron el color de las nubes, de los astros y de la piedra con la que se hacen, en Perpiñán, las terrazas.

Aparece un joven, descrito como "frágil" y de "tez pálida", de quien había olvidado que podía, cuando inventaba la "nueva filosofía", subirse a las tribunas acompañado de uno de los grandes del teatro contemporáneo, Alain Cuny.

Vuelve el recuerdo de una memorable borrachera del autor, en la Fiesta de , con el dramaturgo Adamov y el último responsable vivo, tras la muerte de Aragon y Breton, de la revolución surrealista: Philippe Soupault.

Se vislumbra la cobardía política de Aragon, sus estados de ánimo, pero también su métrica invisible, su genio.

Se avista a Claude Lanzmann, otro genio, irrumpiendo en la cabina del proyeccionista que está mostrando Tsahal pero se confunde entre dos bobinas: "Usted ha censurado a mi pueblo".

Se observa el momento en que Gramsci, tras una vida más que honorable, comienza a convertirse en un autor de culto de la extrema derecha.

Es la época en la que se cree:

a) Que el sistema sólo deja entrar a los escritores en la Academia para silenciarlos mejor;

b) Que hablar del marqués de Sade en Apostrophes puede costarte una inspección fiscal.

Es también la época en la que unos jóvenes, soñadores y traviesos, juegan a introducir versos falsos en un poema de Mallarmé y a comprobar que ni los más letrados detectan el error.

Es cuando Patrick Besson es, junto con Jean Ristat, un "joven simpatizante" del PCF; cuando los jurados literarios siguen siendo fieles a sus "caballerizas", pero el director de L'Huma puede hacer fracasar un premio Goncourt; cuando el premio Pasolini es tan deseable como los premios Médicis o Renaudot; cuando la flor y nata de la intelectualidad, con Milan Kundera y Jorge Luis Borges a la cabeza, se reúne en los simposios, organizados como espectáculos ambulantes, de un empresario cultural italiano, Armando Verdiglione, del que se dice que es cercano a Jacques Lacan.

Muray no es del todo Muray aún, y se divide entre Seuil, Gallimard y Grasset.

Gérard Bobillier, llamado "Bob", instala en las Corbières, en Lagrasse, la más parisina de las editoriales.

Bernard Lamarche-Vadel aún no se ha suicidado y pospone, año tras año, la publicación de Del perro las bombonas, el libro que me prometió pero que acabará dando, bajo otro título, a la NRF.

Catherine Millet y su marido Jacques Henric.

Catherine Millet y su marido Jacques Henric.

Los viajes aún no se han convertido en peregrinaciones.

No se busca ni adornar, ni perturbar, ni frenar el curso de la invención literaria.

No se "cancela" a Nabokov, Jean Genet o Las once mil vergas de Guillaume Apollinaire (pero se lo considera).

Como Internet no existe, aún se escriben cartas, postales y telegramas.

L'Apollonide no se ha convertido en el título de una película y sigue siendo, en lo alto de Niza, uno de los últimos lugares de Francia donde se puede ver todo sin ser visto y, por tanto, esconderse.

Cada uno, o casi, sueña con reinventar el Colegio de Sociología de Bataille, Leiris, Caillois.

La Historia tarda en volver; ni los cinco reyes ni sus imperios han empezado a sacudirse; pero se los siente venir y se hacen, por si acaso, en decorados de cartón piedra y con palabras que parecen vainas vacías, ejercicios de resistencia.

La tierra, como decía aún Aragon, está lista para todos los incendios y se encienden fuegos pálidos en el borde de los abismos que se sienten abrir bajo los pasos.

No diré que era una bella época.

Y preciso que no soy, como algunos de mis queridos amigos, siempre bien tratado en este libro.

Pero fue una época, de eso no hay duda.

Y es un bello libro, juvenil en su apariencia y con el encanto de las cosas pasadas.