
El papa Francisco visitando el santuario del jesuita San Alberto Hurtado el 16 de enero de 2018, en Santiago (Chile). EFE
¿Veremos pronto el primer Papa del África negra? Estos serán sus retos
Es el momento de un Papa del África negra, de no más de sesenta años y de perfil más bien conservador, pero también moderno.
El Papa Francisco, Jorge Mario Bergoglio, primer Papa latinoamericano y jesuita, ha fallecido hoy a los 88 años, doce años después de su elección como Sumo Pontífice tras la renuncia del Papa Benedicto XVI.
En 2013 inició su pontificado adoptando el nombre de Francisco en honor a San Francisco de Asís, como símbolo de un mandato que quiso dedicar a los más pobres.
He de reconocer que aquel arranque me emocionó y me hizo esperar grandes cambios positivos en la Iglesia y en su extraordinaria capacidad de influencia.

El papa Francisco durante la bendición Urbi et Orbi tras la misa del Domingo de Resurrección en la Plaza de San Pedro Vaticano. EFE
Yo había tenido la ocasión de conocer de manera extraordinariamente casual a Jorge Bergoglio en 2009. Fue en Jujuy (Argentina), durante el II Congreso de Suicidiología.
Era por entonces un obispo muy querido y apreciado por sus compatriotas.
Volví a verlo en Estrasburgo, en el pleno del Parlamento Europeo de diciembre de 2014. Su discurso tuvo la grandeza de la sencillez y la profundidad franciscanas. La altura y la cercanía que solo alguien que de verdad ama y cree en el ser humano es capaz de articular y hacer creíble. Sin eludir ni un solo tema de gobierno. Es decir, sin dejar fuera ni una sola cuestión importante.
El auditorio, de entrada reticente (cuando no abiertamente contrario a su presencia), se rindió sin remedio a las puntadas finas y precisas con las que el Papa iba tejiendo, en italiano y sin desmayo, el tapiz de la verdadera Europa social.
Y allá lo desplegó en su integridad, sin aspavientos, ante los deslumbrados ojos y oídos de europeístas y euroescépticos, de conservadores, progresistas, liberales, verdes y comunistas, de extremistas y populistas de todo cuño: la dignidad de la persona como valor y bien máximo. La dignidad trascendente, porque va más allá del individuo y entronca con su carácter netamente relacional.
"Pero qué dignidad le queda a una persona que no tiene lo mínimo para vivir".
Con imágenes vivísimas, descriptivas, demoledoras, Francisco hizo desfilar el pasado y el futuro de una Europa envejecida e infértil que tenía miedo. Reivindicó la indisociabilidad de derechos y deberes.
Y reconoció la soledad como la enfermedad más extendida en nuestro continente, especialmente la que sufrían los ancianos, los jóvenes sin esperanza, los pobres, los inmigrantes.
Habló de empleo, de medioambiente, de voracidad financiera, de talento, de educación, de corrupción, de consumismo exacerbado, de absolutización de la técnica…
Pero, sobre todo, no dejó de hablar de esperanza y de futuro. De ecología humana, al fin y al cabo.
Dejó, en definitiva, una clara encomienda, un inequívoco recordatorio de cuál era la función de quienes allí representábamos a quinientos millones de europeos: preocuparnos de la fragilidad de los pueblos y de las personas.
Francisco parecía haber logrado comprender y abrazar nuestro mundo complejo y cambiante, generador de miedo e incertidumbre, y había sido capaz también de hacernos partícipes de un humanismo cristiano deslumbrante.
Y, por qué no reconocerlo: de devolvernos una buena dosis de esperanza.
Pero los desafíos que ya se evidenciaban se acrecentaron de manera exponencial en los años siguientes. Las crisis humanitarias y de refugiados, desde Siria hasta Venezuela, las dictaduras sangrientas, la desigualdad creciente, la pandemia, la invasión de Ucrania por Rusia, las masacres en Israel y Palestina…

El Papa Francisco.
Una situación geopolítica extremadamente compleja para quien quiso hacer de la justicia social el eje de su papado. Francisco quiso abrazarlo todo en clave de paz y amor, y necesariamente acertó casi tanto como erró a la hora de ejercer su liderazgo político y espiritual desde estos planteamientos.
Los mayores aciertos de su legado han sido las importantes reformas que impulsó dentro de la Iglesia católica, como la lucha contra los abusos sexuales o una mayor transparencia, descentralización y eficiencia de la administración vaticana, y también su decidido llamamiento a la preservación de la "casa común", frenar el calentamiento global y la crisis climática denunciando la explotación indiscriminada de los recursos naturales y su impacto en las comunidades más pobres en la encíclica Laudato Si.
Más tímidamente, y con bastantes contradicciones y pocos cambios doctrinales, el Papa Francisco abogó asimismo por la igualdad y no discriminación de divorciados y homosexuales, e incluso incorporó a mujeres en los diaconatos.
Sin olvidar su insistencia en la abolición de la pena de muerte y su condena a la trata de personas y la explotación laboral.
Sin embargo, creo que su legado se enturbia en lo que a mediación en conflictos internacionales se refiere.
En mi opinión, durante su pontificado, Francisco pecó de complacencia, de tibieza rayana en el populismo y de equiparación entre víctimas y victimarios, especialmente en el caso de Venezuela y Ucrania.
Confundió la ecuanimidad con la equidistancia, y perdió la oportunidad de propiciar cambios fundamentales con la verdad y la influencia, en un escenario internacional marcado por la mentira y la fuerza bruta.
No se nos escapa que la última visita que recibió Francisco fue la de J. D. Vance. El mal encarnado, según algunos. Y que fue la migración la protagonista de ese breve encuentro.
Se inicia ahora el proceso de elección del nuevo jefe del Estado Vaticano y líder de los casi tres mil millones de cristianos en el mundo. Resulta imposible sustraerse en este momento a la influencia en el imaginario colectivo de la soberbia película Cónclave.
No creo que los candidatos se parezcan, ni que el proceso concluya (¡qué revolución sería!) como en la película.
Yo preveo que es el momento de un Papa del África negra, de no más de sesenta años, y de perfil más bien conservador, pero también moderno.
Y confío en que, cuando llegue esa fumata blanca, el elegido recoja del legado de Francisco lo más trascendental: que hemos de hacernos cargo del presente y dotarlo de dignidad, con la exigencia de mantener viva la democracia.