Imagen promocional de 'El Gatopardo' (Netflix).
La Gattopardesa
Concetta no es heroína ni víctima. Es una mujer real. La que se queda. La que no rompe. La que sostiene el mundo cuando todos los demás huyen.
Il Gattopardo no se ve en un día ni se olvida en una vida.
La primera vez que recuerdo haber visto esta película era casi una niña. No tenía dos rombos pese a la brutalidad del mensaje disfrazada en lujo y modales y escondida en algún drapeado inolvidable de aquellas cortinas pesadas y perfectas.
Era pequeña y vivía en un mundo tan pequeño como yo. Todo lo que no sabía decir cabía en la mirada de Alain Delon, en la sombra elegante de Lancaster, en la tristeza bella de Visconti. La música de Nino Rota me atravesó como un secreto antiguo.
La vi muchas veces. Tantas que dejé de contar. Porque hay historias que se ven con el cuerpo, no con los ojos. Algunas heridas sólo se comprenden al repetirse.
Creí que era la historia del Príncipe.
Creí que era su historia.
Lampedusa escribió el adiós elegante de un mundo que se derrumba. Nos enseñaron a mirar con ternura a los hombres que pierden el poder. A compadecer a los dioses que ya no mandan. A llorar por la nobleza que se disuelve con estilo. Pero no nos enseñaron a mirar el silencio de las mujeres que nunca tuvieron voz.
Concetta estaba ahí.
Pero no la vimos.
Hasta ahora.
Ahora que Netflix ha contado la misma historia. Pero con otros ojos. Con otros silencios. Con el respeto de quien no quiere adornar, sino comprender. Esta vez, no era la historia del Príncipe. Era la historia de Concetta.
Y siempre lo fue. No en vano esta estampa costumbrista es Lo que el viento se llevó para los italianos. El blues profundo de su Escarlata O’Hara patria.
Concetta es la hija del Príncipe. También es la heredera de una carga que no eligió. Vive en una casa donde su madre no puede volver a bailar, donde su padre tiene amante, pero no culpa. Habita un mundo donde cada gesto está dictado por otros, donde cada decisión debe encajar en lo que impone el apellido. Ama en secreto al hombre equivocado (al preferido del Príncipe) y ve cómo él elige a otra. Una mujer libre, viajada, moderna. Todo lo que a Concetta le han negado.
Entonces no se encierra en un convento.
Vuelve.
Regresa al convento del que una vez salió para amar, para imaginar una vida propia, para atreverse a existir fuera de las reglas. Al romperse el amor, se rompe ella. Vuelve al único sitio donde puede doler en paz.
Volver no es rendirse.
Es buscar refugio.
Es no deshacerse del todo.
Pero la muerte de su hermano la obliga a regresar. Vuelve a la casa, al padre, al nombre. Intenta huir otra vez casándose con un hombre que la mira con ternura, que la escoge. Pero eso no es amor. Es estrategia. Y cuando cree haber elegido, vuelve el otro. El amor que alimentó en su cabeza durante años. El mito. La herida. El recuerdo.
Y cuando puede tenerlo, cuando puede besarlo, cuando está al alcance, se da cuenta: no es él. Nunca fue él. Fue la idea. El eco. La necesidad de ser amada.
Entonces no se queda con ninguno.
Ni con el que le convenía.
Ni con el que deseó.
Se queda con su nombre.
Con la última voluntad del Príncipe: devolver la grandeza a la familia.
Vigilar a su hermano. Custodiar lo que otros han destruido.
Concetta no es heroína ni víctima. Es más difícil que eso. Es una mujer real. La que se queda. La que no rompe. La que sostiene el mundo cuando todos los demás huyen. La que no sale en el retrato, pero sin la que el retrato no tiene sentido.
Netflix no nos ha dado una adaptación.
Nos ha entregado un caleidoscopio para mirar la historia desde otro prisma.
Con una verdad más nítida. Más cruda. Más justa.
Porque mirar a Concetta es mirar a todas. A las que nadie nombró. A las que esperaban en los márgenes. A las que amaban sin ruido. A las que sostuvieron, desde la sombra, todo lo que se derrumbaba con solemnidad masculina.
Il Gattopardo debía llamarse La Gatopardessa.
Porque el centro era ella.
Y siempre lo fue.