Carteles en Jerusalén de la familia Bibas, secuestrada por Hamás. Reuters
Kfir, Ariel y un escándalo mundial
Hamás ha borrado del libro de los vivos al bebé más hermoso del mundo y a un escolar cuya vida dio a la tierra, como siempre, una razón para girar.
Me he pasado la vida, de Bosnia a Somalia, de Siria a Argelia y ahora Ucrania, viendo e informando sobre los crímenes más atroces.
Y a menudo me han preguntado, tras el 7 de octubre, después de ver los kibutz calcinados y escuchar a los supervivientes, si alguna vez había vivido algo similar.
Pues bien, aquí está. Cuando pienso en Kfir, Ariel Bibas y su madre, hoy digo: no, no estoy seguro de haber estado nunca expuesto a semejante horror.
MIlicianos de Hamás con uno de los cadáveres entregados a Israel.
Está el hecho de que fueron hechos rehenes. Están las palabras "niño rehén" y "bebé rehén". Nunca había visto algo así. Nunca lo había oído.
En otros lugares, en las guerras, cuando se acorrala a la gente y hay un bebé en la redada, ocurre, por supuesto, que el bebé es asesinado, y la muerte de un niño es siempre el escándalo de los escándalos.
Pero algún resto arcaico de humanidad, o quizá de racionalidad, hace que no se moleste a un bebé. Se le abandona. Se le tira de la camioneta.
A veces, incluso, hay un corazón menos endurecido para dejarlo a la orilla de un campo, como los niños expósitos de antaño, envuelto en pañales en el umbral de una iglesia, una mezquita o una casa.
Pero aquí no.
Nos tomamos la molestia de retirarlos. Apoyamos el espectáculo de estos dos pequeños seres, aterrorizados, aferrados a los brazos de Shiri, su madre.
¿En qué pensaban estos hombres, arrastrándolos como animales?
¿Sabían lo devotos que son los judíos de sus hijos?
¿Habían visto, durante sus misiones de reconocimiento, cómo los niños judíos son los verdaderos reyes de Israel y lo guapos que están los chiquillos con el pelo largo cortado el día que les dan cartas cubiertas de miel en la guardería para que amen las letras judías?
¿Imaginaron las imágenes de Kfir, de nueve meses, y de su hermano Ariel, de cuatro años, cubriendo los muros de nuestras ciudades y se deleitaron, por adelantado, con las riadas de "emoción judía" que desataría este insulto a la inocencia del mundo?
No lo sé.
Hay que imaginar la vida de Kfir y Ariel, rehenes si, como es probable, fueron arrancados de los brazos de Shiri, su madre. Hay que imaginar la vida de un bebé que pasó la mayor parte del tiempo en la húmeda oscuridad de un túnel.
Hay que imaginar la vida de un escolar, apartado de su clase e incapaz de comprender.
Hay que imaginárselos jugando, porque los niños siempre juegan.
¿Tenían plumíferos o cartuchos vacíos? ¿Lego o pistolas para lamer después de las cartas cubiertas de miel? ¿Tenían hambre? ¿Tenían sed? ¿Fango para raspar con sus uñitas? ¿Agua podrida? ¿Cambiaban ellos, los torturadores, los pañales de Kfir, o dejaban que su culito se cocinara en su suciedad? ¿Tenían polvos de talco? ¿Jarabe para los días de fiebre?
¿Y qué hacían los carceleros encapuchados cuando lloraban, o cuando les asustaban los ruidos por la noche, o cuando, si por casualidad salían al aire libre, preguntaban al cielo y a las estrellas sobre su destino como niños rehenes?
¿Les daban entonces un donut? ¿La culata de un fusil?
Para asustarlos aún más, ¿disparaban al aire?
Ariel, el mayor, ¿fue nombrado tutor de su hermano pequeño? ¿Vivieron los dos juntos o separados? Y cuando Kfir, el bebé, pronunció sus primeras palabras, ¿se burlaron de él? ¿Lo silenciaron? ¿Le introdujeron en la boca el lenguaje de sus secuestradores para purgarlo del odiado lenguaje de su madre?
Yo tampoco lo sé.
Y entonces, un día, murieron. El mismo día o no, murieron. Tras interminables semanas de espera, sufrimiento y profanación de su pureza y santidad infantiles (porque todos los bebés son santos, ya que lo único que hacen, además de alimentarse, es dejar que la luz, es decir la inteligencia, la palabra y el amor, surja, surja sin fin, dentro de ellos), por fin murieron, solos, sin su madre.
Y, aunque sea insoportable, hay que imaginar también ese momento, porque la indecencia máxima, o el consuelo más indecente, sería vendarse los ojos y negarse a ver. ¿Cómo murieron y cuándo?
¿Fue un bombardeo al comienzo de la guerra, como afirman sus captores, que los habían utilizado como escudos?
O fueron ellos, los hombres de negro, los que, porque estaban hartos de sus miradas y sus lágrimas, porque hacían demasiado ruido con sus juegos en los túneles, porque no podían aguantar más a estos dos pequeños judíos demasiado mimados por sus madres, y quejicas, tal vez fueron ellos los que los golpearon para calmarlos, los torturaron hasta la muerte, los ejecutaron, los remataron (los forenses del ejército israelí se inclinan por esta hipótesis).
Sea como fuere, Hamás lo hizo. Se descubra lo que se descubra, ha borrado del libro de los vivos al bebé más hermoso del mundo y a un escolar cuya vida dio a la tierra, como siempre, una razón para girar.
En los viejos tiempos, los niños eran asesinados al bajar de los trenes. Hamás esperaba. Y tanto peor para los bastardos que ya intentan atraernos a su pequeño juego de falsas simetrías: de estos dos alientos cortados, de esta doble muerte del mundo, Hamás es el único responsable, y eso es imperdonable.
Igual que es imperdonable el espectáculo, al final, de la multitud salvaje abucheando los pequeños ataúdes.