Sólo desde un análisis superficial podría aventurarse una equivalencia entre Pedro Sánchez y Javier Milei, protagonistas de la colisión transnacional que nos mantiene entretenidos estos días.

Sánchez es uno más de los productos de la decadencia del Estado del bienestar cuando este se embarca en un cambio de régimen como reacción a la impotencia gubernativa, gracias al cautiverio electoral forjado sobre la excitación de la discordia civil.

Milei, caso muy distinto, representa la eclosión de la fatiga social ante la hipertrofia y el colapso del Estado tutelar, y como tal puede ser el prólogo de un revulsivo cívico que insufle vitalidad en un pueblo anímicamente desmantelado.

Javier Milei, presidente de Argentina, durante el acto 'Viva 24', de Vox, el pasado domingo.

Javier Milei, presidente de Argentina, durante el acto 'Viva 24', de Vox, el pasado domingo. A. Pérez Meca / Europa Press

Sí están hermanados ambos líderes, no obstante, por un rasgo que ha puesto de manifiesto la querella dialéctica que vienen sosteniendo, y que no es el simple populismo pendenciero señalado por la mayoría de analistas.

Se trata de un indicio propio de esta época de ocaso de la conciencia cívica e individualismo desaforado. Al elevar, el uno, a rango de conflicto de Estado una desavenencia personal y pueril, y al perseverar, el otro, en la andanada de bravuconas descalificaciones, los dos presidentes han demostrado que se representan la estructura estatal que gobiernan como un mero apéndice de su voluntad caprichosa.

La conversación pública se ha visto secuestrada, y los intereses nacionales y la política exterior de dos Estados comprometidos, por este juego de niños. Estamos ante el fenómeno de la privatización de la política (y de su disolución en el mero electoralismo) en todo su esplendor.

En el horizonte de los líderes políticos ya no se sitúa ninguna noción de bien común. Sus actos han pasado a estar movidos únicamente por sus arrebatos volcánicos o su interés más inmediato. La perversión de la naturaleza de la acción política a la que se ha llegado es mayúscula.

Hasta tal punto se ha extendido el ámbito de lo político que la política ha acabado vaciada de todo contenido. Por eso no hay paradoja en el hecho de que los tiempos climáticos de la politización sean también los más antipolíticos de cuantos han existido. Desdibujadas las fronteras de lo político, habiendo adquirido condición política hasta el más íntimo de los avatares, se confunden igualmente las provincias de lo doméstico y lo público. Se da un trasvase entre los foros coloquiales aptos para la cháchara vulgar y los espacios formales que debieran albergar la deliberación colectiva.

Y así se transportan a la tribuna de oradores las maneras del taburete en la tahona, con el consiguiente asolamiento de la cortesía, institución moral sobre la que se cimenta todo orden político salubre.

La palabra pública queda asimilada al esquema de la publicación de tuits. Y cuando se entiende una nación como el timeline de uno, se exportan a los foros civiles todas las dinámicas de las redes sociales.

Sánchez y Milei encarnan ese tipo de política dopamínica que se nutre de sucesivas descargas emocionales. Como una constante llamada a filas a través de la propaganda invasiva, la búsqueda de golpes de efecto, la vocación de viralidad y de popularidad a costa de la pauperización del discurso, y el ánimo polemizador.

Milei ofrece un caso paradigmático de cómo la desinhibición verbal, a fin de ser jaleado por sus adeptos, aboca a un cargo representativo al mamarrachismo más extemporáneo.

Hay (debiera haber) un hiato infranqueable entre un jefe de Estado y un frontman de grupo de rock. Este estilo político, además, invita a una indeseable frivolidad entre los ciudadanos, que acaban concibiendo el liderazgo como el desollamiento lúdico del rival.

Esta apreciación no equivale a darle la razón a las tesis higienistas de los custodios de las esencias liberales. Existe una razón populista que a los abogados de la política de notables se les escapa. Abogar, adversus Milei, por la recuperación del paradigma tecnocrático sería tanto como reincidir en las insuficiencias del sistema que han generado los malestares de los que el populismo es expresión.

El problema no es tanto el populismo como la demagogia. No tanto la retórica combativa y contundente como el contagio de la zafiedad y la ordinariez.

Rechazar la politización antipolítica que abraza el frikismo no equivale sin más a la defensa del neutralismo despolitizador. El antídoto al emotivismo imperante no es preconizar una profesionalización elitista del gobierno, en la medida en que la vida civil no se articula sobre el aséptico raciocinio, sino la inspiración de pasiones políticas elevadas y sentimientos morales virtuosos.

Lo deseable no es por tanto el regreso al marco oligárquico neoliberal del crepúsculo de las ideologías y las sociedades abiertas, sino el avance de los movimientos de inspiración comunitaria y soberanista hacia un momento pospopulista. Histriones incapacitados para la gravedad y la responsabilidad como el incontinente Milei sólo podrán ser síntomas, pero nunca remedio de la enfermedad.