Le preguntaron a Anthony Jelsenik cuál era el ruido que más odiaba en el mundo y el cómico contestó que el de los niños jugando. El griterío de unos críos que se pasan la pelota, se alertan, se maldicen y se jalean tiene también en mi cerebro el mismo efecto que el de unas chinchetas que aprenden a bailar vals sobre una pizarra.

Esto es así porque cada día del Señor sus voces se cuelan por mi ventana desde los patios de los colegios que rodean mi casa y me instalan en el ojo el mismo tic que a Herodes.

Estanterías en un supermercado con bebidas energéticas.

Estanterías en un supermercado con bebidas energéticas. EUROPA PRESS

Las voces de los niños asalvajados le hacen el eco a la libertad sólo cuando el termómetro supera los 30 grados, el aire se espesa con un tufillo suave a cloro y por el codo a los más pequeños les gotean los restos de un Calippo derretido. Cuando a diario se gritan e insultan bajo el balcón, a una las teorías maltusianas le empiezan a parecer menos inhumanas.

Por la mañana los más pequeños corren en patinete hacia la puerta del colegio guiados por sus padres y por la tarde, caminan dando brinquitos mientras cuentan a qué grupo nuevo los ha asignado la tutora del curso.

Al mediodía, los adolescentes merodean los portales de la zona. Las pandillas de niñas compran chucherías en el supermercado y cuchichean entre risas cuando el día de San Valentín el novio de una profesora la recoge con la puerta del coche abierta y un ramo de flores en la mano.

Los grupos de chicos, con sus flequillos a la moda, tupiditos como cepillos para abrillantar zapatos, acostumbran a salir de los bazares con latas de medio litro junto al pecho. Todas son negras o plateadas, garabateadas con palabras en inglés, estampadas con estrellas o dibujos de garras fluorescentes. Riendo se van calle abajo.

Hace unos quince años, los anuncios de bebidas energéticas aseguraban que te daban alas, que te rescataban del aburrimiento y te sacudían la imaginación, como si los brebajes contuvieran una mezcla de vitamina C, triptófano y ginseng.

Pero aquellas bebidas eran cosa de mayores, lo sabía cualquiera que se cruzara con sus carteles, a veces llenos de sábanas revueltas y carreras de coches. No daban capotazos frente a la mirada juvenil. No vestían a la taurina de bebida juguetona y rebelde. No disfrazaban de pócima punki a un potingue diseñado para enganchar a su consumidor a la euforia del exceso de cafeína, al corazón acelerado, al espejismo de la libertad adulta y la inmortalidad divina.

No buscaban modificar el cableado cerebral de los que comenzaban a abandonar la infancia. Aún no se habían adherido a la más innoble de las estrategias del marketing: el que capta al adolescente, capta al adulto.

Y es el mayor de edad el que le pone el cebo en la lengua al niño. Los quinceañeros que antes se apostaban en la puerta del supermercado intentando identificar a un veinteañero que se comprometiera a comprar por ellos un litro de cerveza no tienen ya que mendigar buenrollismo adulto para alterar de forma artificial su estado de ánimo.

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Ahora, ellos solitos pueden entrar a pie en un local en el que vendan refrescos, paraguas, dónuts y potos colgantes y volver volando a clase motorizados por la connivencia del vendedor y el trabajo del equipo de marketing de la empresa de bebidas energéticas de su elección.

Una lata tras otra, la rutina les comenzará a resultar sosa y boba, algo insípida, y la abstinencia les empapará el carácter de irritabilidad y tristeza. En el mejor de los casos, las grietas en su humor, aguadas frente al resto por la inestabilidad propia de la adolescencia, solo comenzarán a erosionar la vida familiar.

A finales de 2023, la Xunta de Galicia informó de que equipararía las bebidas energéticas al alcohol o el tabaco, de manera que su consumo quedara prohibido para los menores de edad. Javier Padilla, secretario de Estado de Sanidad, anunció a su vez que su Ministerio procuraría que la medida llegara a todas las regiones de España.

La semana pasada, un niño de catorce años falleció después de ingerir una bebida energética en la que, al parecer, habían disuelto dos gramos de cocaína rosa. La guayización estética de las adicciones también lo es de las desgracias.