El último grito (y nunca mejor dicho) en el mundo del entretenimiento es la impudicia moral. Cuando ya no quedan cánones que transgredir en las artes, a los apóstoles del escándalo sólo les queda la zafiedad.

Baste una pequeña muestra de lo que ha dado de sí el bestiario nacional en el margen de sólo una semana.

Una provecta vedete nos regalaba, escoltada por las nalgas de sendos maromos, una vindicación del proclamarse "la más zorra". Inés Hernand quiso brindarnos un catálogo de expectoraciones que incluía gags sobre pollas y el leitmotiv "por el culo". Henar Álvarez cerraba el carrusel de la grosería abriéndonos las puertas de su "chocho" en conversación con Jordi Évole.

No puede sorprender que las tres se hayan destacado por enarbolar el discurso genérico. El neogineceo, buscando desasirse del corsé de los estereotipos victorianos de la mujer recatada y casta, ha consagrado la procacidad como la cima del empoderamiento.

A la Revolución se le quedó por el camino el Quinto Estado, y como tomar la Bastilla o el Palacio de Invierno es muy de masculinidades tóxicas, las desposeídas han decidido acrecentar la representatividad del espacio público conduciendo la conversación hacia sus menstruaciones, sus genitales, sus orgasmos y sus taras psicológicas.

No es la celebración de la vulgaridad exclusiva del sexo femenino, claro, sino el reflejo de un signo de los tiempos caracterizado por la mística de la autenticidad. Son muchos los que presumen de no tener filtros, como impugnación del convencionalismo que constriñe el auténtico ser de los individuos.

Pero esto no deja de ser la expresión de una carencia: la incapacidad de modular el registro en cada contexto. La predilección de la desnudez sólo pueden preconizarla quienes confunden la razonable comparecencia en el teatro del mundo, que impone una regla de etiqueta en virtud de las exigencias de cada función, con la hipocresía.

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El prurito de desinhibición bebe de un equívoco, fruto de haber olvidado que la reglamentación de nuestra conducta es justamente lo que permite realizar nuestra verdadera naturaleza.

Incluso desde los parámetros progresistas, resulta absurda esta apología de la chabacanería. Hubo un tiempo, como da cuenta la obra de Burke, en que el progreso se entendía como un proceso histórico de refinamiento de las costumbres. La gran invención del pulimento de los modales, que se cifraba en una mayor delicadeza en la conducta para con los demás.

Un progreso digno de tal nombre, concluyó Manuel García Morente, sólo puede ser el "perfeccionamiento de la cultura". O sea, "la colonización del mundo y la educación del hombre".

Lo distintivo de la civilización europea en sus épocas más florecientes fue la institución de la cortesía, y con el relajamiento de esta llegó la decadencia de aquella. Lo que queda tras el derribo de todos los tabúes no es la naturalidad o la normalidad, sino un páramo de ordinariez en el que la merma espiritual amputa nuestra facultad del gusto.

Algunos han querido resaltar la ironía de que las figuras que llevan a gala su irreverencia sean las mismas que rinden pleitesía al político de izquierdas de turno. Pero explicaba Jünger que no hay contradicción aquí: la insolencia característica del ethos moderno es "el negativo de un descenso", de la desaparición del "coraje contra los tronos y las tribunas".

La ferocidad del poder, su propensión al despotismo, estaba contenida por la obligación de observar unas convenciones (entre ellas, el pudor) que ya no rigen ni para los gobernantes ni para los gobernados.

El desmantelamiento moral de las nuevas generaciones, saludado entusiastamente por sus víctimas como una emancipación, es lo que ha conducido a que la sociedad más contestataria de la historia sea al mismo tiempo la que se ha vuelto más dócil a la expansión totalitaria del poder. Lo personal es político cuando los sujetos ya no pueden autorregularse mediante los modales.

Si el progreso es el esfuerzo por lograr la consecución de fines más altos, por convertir las cosas naturales en bienes para acerarlos a los valores mejores y dar sentido al mundo, ¿no es más adecuado sostener que el abandono de las normas de urbanidad supone más bien una involución hacia la barbarie? 

El clímax de la deconstrucción de la "sociedad disciplinaria", la cumbre de la restitución naturalista de lo dionisiaco, no sería otra cosa que el primate, que no está sometido a frenos éticos a la hora de masturbarse en público o de arrojar sus heces a la audiencia.