Antes de que Marisa Paredes chillara por la presencia de Isabel Díaz Ayuso en la capilla ardiente de Concha Velasco, Quique González ya había anunciado que no quería votantes de Vox en sus conciertos.

El año pasado, el fundador de una editorial afirmaba que la mera sugerencia de contar con escritores de corte conservador en su catálogo le "ofendía".

La obcecación de algunas parcelas de la izquierda española por demostrar en público su pureza de ideas y espíritu pondría, con la entonación correcta, el vello de punta al mármol. La profilaxis ideológica los mantiene en una variante del lenguaje concienzudamente conativa, en busca de la identificación frente a los demás (su grupo y el de enfrente) como semiángeles. Obcecados en recordarles que se encuentran ante sustancias individuales, en apariencia racionales, sin mácula civil.

Estos artistas, gatillos del cambio social y embajadores de La Empatía, se precian de su rechazo manifiesto al otro. Cuando lo señalan, alertan. Avisan de la llegada de los monstruos. Son todos ellos santos seculares, templarios de su tribu.

Entonces la intelectualidad de la que en ocasiones se jactan queda desabrigada. El rasgo del individuo instruido y culto, que no es otro que la capacidad para relacionar datos y conceptos, se inmola: nada preserva la pobreza de las ideas como la persecución de su pureza.

El gran diseñador nacional de las lindes, Pedro Sánchez, define a su patchwork gubernamental como un muro frente a la ultraderecha. Una se desencaja con la épica de algunos hombres cuando alcanzan la cincuentena, pero en este caso, por supuesto, no se le mueve ni medio músculo de la frente. Ni a quien lo escucha ni a él.

En la cara de Sánchez, que también advirtió de que la derecha quería a las mujeres en la cocina, a los inmigrantes en campos de concentración, y a la comunidad LGTB sin derechos, nace el hormigón armado que suministra a toda España. Al cinismo frente al micrófono, como a los trajes ajustados, invita la casa.

Resulta sencillo que en el formato escrito, no obstante, la izquierda y la derecha se cerquen y estigmaticen. En internet, la segunda repite de la primera que sus miembros se han convertido en cacatúas de la modernidad en busca de la satisfacción moral inmediata, esclavizados en el espíritu –de forma inconsciente– por la estructura capitalista que critican, verdugos descerebrados de la historia de Occidente.

El meme, la chanza humillante y los medios de comunicación compuestos por agitadores en lugar de periodistas pudren el ánimo y deshumanizan al votante de otras formaciones. Ante la exposición permanente a las embestidas de la actualidad, el ideologizado se ancla en su grupo. O sea, en sí mismo. La amenaza a su seguridad lo exalta.

En carne, voz y hueso, por norma, el guerrillero se desarma. No se le pregunta a la neuróloga a qué partido vota ni al electricista si está a favor de la amnistía. No se aprieta una mano al inicio de la reunión interrogando sobre el grado de urgencia que observa en el cambio climático, ni se charlotea con los vecinos en el ascensor sobre la subida del SMI.

Y si alguna de esas situaciones se encarnara, la hipocresía, la más afilada de las herramientas sociales, frenaría la degradación ajena. En la cara no se pega. La proximidad ablanda y escuda.

Morir por las ideas, à la Brassens, trae una muerte lenta. Hacerlo por las ideologías, una torpe, rápida, desagradable y colectiva.