La política tiene en un felpudo la barrera más eficaz. Allí dónde empiezan nuestras casas debería terminar su ámbito de actuación.

Elegimos a nuestros representantes para que se ocupen del espacio público, de las zonas comunes de nuestras vidas. Todo aquello que pase intramuros que pueda ser objeto de intervención de las autoridades ya se rige por el Código Penal. 

Las campañas institucionales han tendido a vivir de espaldas a estos preceptos desde mucho antes de que existiera un ministerio de Igualdad. Haga el favor de alimentarse como es debido, vigile que su hijo no vea tanto la tele. Pero el departamento que dirige (en funciones) Irene Montero ha hecho de esta clase de actuaciones el grueso de lo que, sobre sus actividades, comunica a los ciudadanos. 

Estos días han presentado la aplicación #MeToca. Pretende que las mujeres se liberen de tareas domésticas repartiéndolas de manera equitativa entre los restantes miembros del hogar.

Es un objetivo muy loable. Pero mucho nos tememos que bebe de la misma percepción atrofiada de la realidad que ya hizo trazar un retrato del varón español contemporáneo basado en una perorata de El Fary de casi cuarenta años atrás.

Esas cuestiones ya forman parte de la gobernanza que cada familia hace de su feudo. No parece muy aventurado pensar que allí donde pudiera hacer más falta jamás ocuparían un solo mega de sus dispositivos con una herramienta digital nacida bajo los auspicios de Ángela Rodríguez Pam

No es fácil determinar cuándo se produce una intromisión intolerable. Que los próceres tengan la obligación de velar por la salud pública tiene estas cosas. El individuo es libre de destrozarse la vida con el consumo de drogas, pero entiende que el Estado le indique que hace muy mal obrando así

Al mismo tiempo, la cadena de radio más escuchada de España ha dado honores de apertura, comentario de opinión de su comunicadora principal incluido, a las conversaciones reflejadas en un chat multitudinario de estudiantes de Magisterio.

El tenor de las deposiciones allí reflejadas es el propio de la estulticia congénita que permanece en las últimas fases de la adolescencia. Periodo que, por otra parte, cada vez se prolonga más años en nuestras sociedades. Cualquier adulto con ascendiente sobre esos tardoniños con derecho a voto les echaría un buen sofión. "Hijo mío, eres un cafre. Tenemos que hablar muy seriamente tú y yo". 

Pero no han lugar los aspavientos. Todo el mundo puede echar mano de un pantallazo para solventar una cuita en un ámbito más o menos privado. Sin embargo, el periodismo tiene pendiente delimitar cuándo existe un interés informativo real que justifique su uso.

Aquí no lo hay ni por asomo. Es un asunto interno fundamentado en unas conversaciones privadas cimentadas en la relación de confianza existente entre los interlocutores.  Someter esto al escrutinio de la opinión publicada, de preocupante tendencia a expresarse ya siempre enhiesto el dedo índice, es un disparate profundamente injusto.

Diferenciar el discurso público del privado, cargando la responsabilidad solamente en el primero, no es ningún ejercicio de hipocresía. Es pura asunción de las circunstancias que rodean la vida adulta. 

La crítica a un grupo de WhatsApp ajeno sólo podría ir acompañada de la copia de seguridad de los propios. No termina uno de tener claro qué es peor: que esa renuncia a separar las esferas obedezca a un arrebato irreflexivo o lleve detrás una tesis de fondo que nos obligue a acostumbrarnos. 

Ojalá una app que cronometre el tiempo que le dedicamos a las cortinas de humo y a lo que éstas quieren tapar.