En el centro de las ciudades las franquicias diseñan calles en cadena. Una camisetita de croché en Stradivarius, un lápiz de ojos turquesa en Kiko Milano, redecore su móvil en La casa de las carcasas, una empanada argentina de carne picante en esta tienda-armario y de postre, un yogur helado en Llaollao.

Un pastelero prepara coronas de la Almudena en la pastelería La Mallorquina en Madrid.

Un pastelero prepara coronas de la Almudena en la pastelería La Mallorquina en Madrid. EFE

Los negocios pequeños, los que aún llevan en el cartel su nombre en cursiva y no importan cada mes productos comprados en un mayorista del sudeste asiático, me espolean la curiosidad y un instinto automático de protección.

En mi repostería favorita del centro de Madrid, con barra aún de metal, un señor fue a buscar una palmera, pero las palmeras, a esas horas de la tarde, estaban agotadas. Pidió entonces un cruasán relleno de crema de avellanas. Cuando volví a mirarlo, ya al otro lado del escaparate, el hojaldre asomaba por la bolsa de papel y él le daba un bocado, mirada al frente, mano en el bolsillo.

La escena se me reproduce casi a diario en el recuerdo cuando llega la merienda. Me entusiasma ver a adultos comer dulces con la chaqueta del trabajo aún ajustada, con los tacones cloqueando en el empedrado. La grasita que hidrata los dedos desliza la memoria hacia la libertad de la última sirena de clase, un muro de padres esperando con un premio masticable a las puertas del colegio.

[El croissant helado, el nuevo dulce diferente que lo revienta con la llegada del calor en Madrid]

Cubierta la necesidad más básica, nutridos todos, con la comida la vida se celebra y se amortigua. Un helado no va a llenar un vacío emocional, decía la nutricionista Beatriz Larrea hace poco en una entrevista, pero mientras la sangre reparte el chute de azúcar por el cuerpo, lo digo yo, las papilas gustativas van a montar una fiesta en la lengua. Cualquier celebración pasa también a comerse, a entrar por la boca y caer por el estómago, a ser, en definitiva, más real, y la tristeza, entretenida por los sabores, se difumina durante un par de horas.

La explicación sin jaramagos: las subidas de adrenalina, cortisol y, por tanto, glucosa que provoca el estrés empujan a ingerir azúcar para compensar las bajadas que llegan tras la desaparición de la amenaza. Para Larrea el guateque bucal no merece la pena. Después del helado, razona, el pesar sigue ahí, ahora ataviado con cuatrocientas calorías extra.

En un vídeo que en los últimos días se ha hecho viral, la autora de un libro sobre la body positivity, la aceptación social de todos los cuerpos, se escandalizaba (y burlaba) frente a un chico que recomendaba la restricción calórica y el ejercicio para atajar el sobrepeso. La escritora llamó a la seguridad de la librería en la que presentaba su publicación para que expulsaran a quien acababa de hablar. La sugerencia había arrancado carcajadas entre el público. El camino más esencial para lograr el adelgazamiento, repetido desde Hipócrates, había tenido en quienes la acompañaban el efecto de un chiste de stand-up

La obesidad es moderna. Antes de la industrialización de la comida, en la segunda mitad del siglo XX, el sobrepeso se consideraba excepcional. En las carnes redondas y plegadas se leía estatus. Con la llegada del tiempo libre y los alimentos procesados, seleccionar lo que acababa en la mesa se convirtió en entretenimiento, en goce, en demostración de libertad. La comida se pudo empezar a escoger para nutrirse y disfrutar. Ya no había sólo que saturarse el estómago.

Las calorías no desaparecen por combustión espontánea. Repantingada en la cama la cintura no se lija. Adueñarse del cuerpo de una requiere una combinación de renuncia y placer que en ocasiones depende de factores socioeconómicos. Quien entra en la frutería y sale de ella con un puñado de cerezas, dos albaricoques y un aguacate lo hace también con doce euros menos. Es ahora más caro un kilo de fruta que, con el bono joven, un viaje en AVE a Valencia. La casa en cuya cocina a diario se fríe el pescado, se corta chorizo con pan y de postre se sirven natillas tiene también armarios en los que las tallas exceden la media. La ansiedad y el estrés cronificados, además, desbaratan las hormonas, desvirtúan la saciedad.

Pero simpatía y comprensión no son tres peldaños al festejo. Reconocer y respetar no implica celebrar. La idea de que hay que sentirse orgulloso de ser como se es, de estar como se está, nace enredada en la autocompasión, en la indulgencia tergiversada, a veces en la negligencia. Quien externaliza todas sus responsabilidades renuncia a la libertad. El "es que yo soy así y a quien no le guste que no mire" llama siempre a la tragedia griega.

La aceptación, en este caso, del cuerpo cuando el cuerpo está enfermo debería ser un pasaje de cambio, una transición amable mientras se aprende a cuidarlo. Es más sencillo estar satisfecha con una misma cuando las rodillas cargan con el peso justo, cuando la espalda no sufre, cuando al subir una escalera en la esquinita inferior del pulmón izquierdo no sientes un puñal vaciándote el aliento.

El ejercicio al principio marea. El cuerpo lucha contra quien lo practica por primera vez en años. Castiga a quien se atreve a sacarlo de la silla y del sofá. Pero con el tiempo las endorfinas, la serotonina y la dopamina enderezan al cortisol y el exceso de azúcar comienza a rechinar en las muelas. El helado abandona las funciones que no le corresponden, deja de intentar ser silicona, y vuelve a lo que siempre debe ser: una fiesta fugaz en la lengua.