Con el chavismo me pasa lo que a Michael Corleone con la mafia: cada vez que trato de salirme, me arrastran de nuevo. La causa es simple. Vivo en la España de Pedro Sánchez. El presidente del Gobierno es una especie de joven Frankenstein, en versión de Mel Brooks, y el partido Podemos es el jorobadito Ígor, su grotesco asistente.

Ione Belarra, ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030.

Ione Belarra, ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030. Pool Moncloa/Borja Puig de la Bellacasa

A Ígor siempre se le ocurren cosas. La más reciente, en boca de Ione Belarra, es que hay que ponerle un tope al precio de la cesta básica de alimentos. No es posible que los malvados capitalistas de Mercadona se hagan ricos con el sustento de la población.

La historia del comunismo y el socialismo en los siglos XX y XXI ha demostrado una y otra vez, con el sacrificio ritual de millones de vidas humanas, que controlar la economía con decretos y con lemas de autoayuda conduce inexorablemente a la quiebra de la producción de un país y a la muerte por inanición de sus habitantes.

Si la ministra Ione Belarra quisiera comprobar los resultados que tendría su propuesta de "topar" [sic] los precios de la cesta básica, le bastaría con mirar hacia Venezuela, donde uno de sus compañeros de partido, en su condición de asesor del Gobierno venezolano, tuvo luz verde para poner en práctica esas teorías que condujeron a la crisis humanitaria en el país que tiene las mayores reservas de petróleo del mundo.

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Se trata de Alfredo Serrano Mancilla, a quien Nicolás Maduro llamó "el Jesucristo de la economía". Aunque no transformó el agua en vino, Serrano Mancilla sí diseñó algunas de las líneas económicas que condujeron a millones de mis compatriotas al calvario de la extenuación.

A este ilustre podemita también debemos una obra titulada El pensamiento económico de Hugo Chávez, que viene a ser lo mismo que haber escrito algo como El nihilismo de los estafilococos.

Por supuesto, detrás de propuestas como las de Belarra no hay un interés real por aliviar las penurias de la gente con menos recursos, ni una discrepancia conceptual rigurosa sobre cómo debe conducirse la producción y distribución de alimentos en un país.

Lo que está en disputa no es la existencia del hambre, sino el uso político que se haga de ella. Para los capitalistas de este mundo, la pobreza y el hambre son variables inevitables (otros menos remilgados dirían que incluso calculadas y necesarias) en una economía de mercado.

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Para los chavistas y podemitas, en cambio, la pobreza y el hambre son lo que fueron para sus mentores Stalin, Mao, Castro o Maduro: unos muy efectivos instrumentos de control y sometimiento de la población, de acumulación de poder político y una fuente inagotable de corrupción.

Que la economía de mercado haya demostrado históricamente ser el menos malo de los sistemas no implica, ni mucho menos, que el debate sobre los modos de producción, distribución y venta de alimentos y de cualquier producto de primera necesidad esté clausurado.

La crisis de 2008 y los cíclicos desplomes financieros que desbaratan las más optimistas proyecciones bursátiles deberían bastar para no hacernos ilusiones al respecto. A ningún respecto. Pues, como dijo Bernard Maris, el economista es aquel que siempre es capaz de explicarnos a posteriori por qué, una vez más, se ha equivocado.