Me gusta escribir al borde del año. Redacto a máquina asomada a un precipicio: a las doce volaremos como Thelma y Louise, mucho más cerca de la libertad y un poco más cerca de la muerte, quizás porque sea lo mismo. Lo decía un poeta ruso llamado Serguei Yesenin: “En esta vida, morir no es nada nuevo. / Ni es nada nuevo vivir, por supuesto”.

Nos despediremos, ustedes y yo, durante unas horas. Mañana será otro año y volveré a este modesto kiosco lleno de flores y pájaros para acompañarles en el café, a la lectura del periódico, y comentar la vida y sus bromas. En lo esencial nada habrá cambiado, pero estaremos atravesados por el rito de las uvas y los besos en la hora bruja, y yo creo en ellos: en ellos y en los símbolos y en ustedes y en el vino y en los langostinos de Sanlúcar y en las familias ruidosas, sentimentales, chifladas, comilonas, brutales y alegres como la de Sorrentino y como la mía.

Quisiera ser escéptica -y gélida, y distante- porque es una forma de parecer inteligente, pero les mentiría. Estoy manchada de todo, estoy en el ajo de la vida. Persisto tontamente encantada con el mundo. Conservo una infatigable capacidad de asombro: todos los días tienen un minuto en el que abro la boca y me convierto en el niño que ve el mar por primera vez. Todo es tan grande y misterioso, todavía.

Me hace feliz escribir para ustedes otro año más, me hace feliz que conversemos a nuestra manera y que disintamos irónicamente; me excita que nos carguemos de humor frente a los feos de espíritu, que son los amargados. Nada es tan importante y casi todo es susceptible de ser bello.

Pensé estos días en el regreso de Vargas Llosa a su pisito de soltero en el Madrid de los Austrias, recién roto el romance con la Preysler, quebrado ya su encanto de geisha -como todos los encantos cuando se miran largo tiempo de cerca-. Me imaginé al anciano abriendo las persianas en silencio, dejando que entre la luz, y observando otra vez sus estanterías empolvadas y llenas de libros viejos, ¡emocionado, emocionado…!

Radicalmente solo, extrañamente pletórico.

El hombre ha cumplido 86 y no le sale del testiculario -un lugar cercano a la “pichula”, como él dice- aguantar a un lerdo más hablando de jirones que ahora llaman moda. Ya estuvo bien la coña del brilli-brilli. A él dejadle. Él quiere fumar con Thomas Mann, con Joyce, con Doris Lessing. Él quiere pelearse con el verbo. Él quiere estar a sus cosas.

Mario se pira. Mario se emancipa. Mario reivindica su mundo, sus novelas, sus movidas: ese universo tan poco cool a ojos de los amigos de Isabel, y para él tan irrenunciable, tan enganchado a su propio cuerpo, tan salvajemente medular.

Me conmueve Mario. Me mola su forma de meterle una patada al año. Me admira el Nobel no por Nobel, sino porque no se conforma. Mario sabe que uno es lo que uno ama, no lo que te ama a ti. Mario arranca de cero, triunfante, burlando los noventa, y yo brindo por él y por todos los valientes que saben que cada jornada la invasión recomienza. Les prometo que nunca es tarde para decidir sobre nuestra propia vida.

Dejemos que los chavales camelen como ellos camelan, que dijo mi Fary.

Les deseo la bravura. Feliz 2023. Nos vemos en el bar. Soy la chica del whisky cola. Les espero, como siempre, apoyada en la columna.