Veo, en cuestión de pocos días, dos comedias españolas separadas en el tiempo por 53 años. La primera es Las amigas (Pedro Lazaga, 1969), que tenía grabada de su pase reciente en Historia de nuestro cine (TVE) (y que está en el catálogo de FlixOlé).

La segunda es El juego de las llaves (Vicente Villanueva, 2022), de reciente incorporación a Movistar+.

Las dos son muy hijas de su tiempo. Y sirven en bandeja una reflexión sobre la evolución del cine popular patrio. O involución. Porque lo que he podido constatar es que la comedia española empieza a tener un problema.

Una escena de El juego de las llaves.

Una escena de El juego de las llaves.

Las amigas es uno de los tantos largometrajes que Pedro Masó produjo en serie durante los años del desarrollismo. Se distingue del grueso en una carga crítica mayor de la normal en un cine que tendía al retrato amable.

La burguesía madrileña, más o menos acomodada al franquismo, ejemplo de una España social moderna que ya se ha separado de la España política autoritaria con la que pudo estar identificada décadas antes, tiene un retrato de valor inmenso en la filmografía del productor Masó, generalmente con Lazaga como director.

Las amigas del título son Sonia Bruno, Teresa Gimpera, Mónica Randall, Julia Gutiérrez Caba, Florinda Chico y una Ana Guillén de la que apenas encontramos referencias.

El lector habrá adivinado a estas alturas que cada una incorpora un arquetipo. Recién casada, esposa en crisis, soltera liada con el marido de la recién casada, viuda, nueva rica de modales por refinar y en ese plan. Carlos Larrañaga, José Bódalo y José Sacristán son algunos de los intérpretes masculinos que asoman como contrapartes.

Es posible que no estemos ante una joya cinematográfica. Pero ver el trabajo de Julia Gutiérrez Caba vale el precio de la entrada que pagaron los 983.719 espectadores que pasaron por taquilla para verla en el cine. Interpreta a la viuda víctima de un desaprensivo que juega con sus sentimientos. La actriz no había cumplido cuarenta años en el momento del rodaje. El personaje aparece retratado como si fuera un fósil.

El filme es como una tesis doctoral sin conclusiones. El desenlace es innecesariamente precipitado. El tono es distinto al habitual del equipo creativo responsable, más proclive al gag y la búsqueda de la risotada por encima de la sonrisa.

Pero es un tesoro sociológico.

De ahí que haya ido ganando interés y verla hoy tenga hoy unos alicientes inconcebibles en el momento de su estreno. Lo más probable es que se trate de algo involuntario. Es posible que sus responsables terminaran de rodarla un viernes para iniciar otra película ese mismo lunes (esto se lo escuché una vez a la propia Mónica Randall en una grabación del programa Nuestro Cine, en Trece, en el que yo mismo trabajaba).

Sólo en ese 1969, Masó produjo también Las secretarias, Abuelo made in Spain, Las nenas del mini-mini, A 45 revoluciones por minuto, El abominable hombre de la Costa del Sol y El otro árbol de Guernica.

El juego de las llaves es una comedia sexual. Un espectador avezado escucha mentalmente la voz de Rodríguez Braun en este punto: "¡cuidaaaduuuuu!".

[Vicente Villanueva: "No quiero hacer comedia madrileña"]

Pocos filmes envejecen más rápido que los que apuestan por el atrevimiento. Este viene aquí expresado por el juego del título, destinado a favorecer el intercambio de parejas entre sus participantes. Nada que no hubiéramos visto hace 25 años en La tormenta de hielo (Ang Lee, 1997) que, a su vez, transcurría hace casi 50.

Pero aquí desde la óptica de los años 20 del siglo XXI. Así que otra vez encontramos arquetipos, adaptados ahora a los tiempos. La película sigue el patrón que impuso hace un lustro el triunfo de Perfectos desconocidos (Álex de la Iglesia, 2017): adaptar un éxito extranjero. En esta ocasión, la serie de televisión mexicana del mismo nombre.

Todo es un videoclip insípido. Hay algunos buenos actores, pero no pueden levantar un guion que es un auténtico desastre (Miren Ibarguren pide a gritos un cambio de registro). Ninguna de las situaciones alcanza la profundidad mínima para que pueda resultar divertida. La sensación es la de un producto de laboratorio en la que el cálculo no se mezcla con las gotas indispensables de talento.

La obsesión por el calco en el cine comercial español contemporáneo está restando espontaneidad a nuestra comedia. Los que levantamos muchas cejas condescendientes a nuestro alrededor cuando proclamamos nuestro amor por la comedia española (de Mariano Ozores a Fernando Colomo, de José María Forqué a Fernando Trueba, de Martínez Soria sin saber qué es un semáforo a Guillermo Toledo convertido en el "niño melón") tememos que ésta se esté desnaturalizando con tanta adaptación. Que carezcan de ese encanto que las pinceladas costumbristas van añadiendo conforme transcurren los años.

Al filme de Vicente Villanueva le puede lo aspiracional en los retratos. El encajar en el molde. Quizá al cine de Masó le pasara lo mismo y el auténtico valor de El juego de las llaves no lo descubramos hasta dentro de medio siglo.

Pero si para entonces estoy en condiciones de ver películas, creo que preferiré una de Lazaga.