Esta columna de agradecimiento va dirigida a Irene Montero. Sin embargo, muy probablemente no me hubiera decidido a escribirla de no ser por un emotivo tuit de su secretaria de Estado de Igualdad, Ángela Rodríguez Pam.

La ministra de Igualdad, Irene Montero.

La ministra de Igualdad, Irene Montero. EFE

En él decía que se le acababa de acercar una mujer mayor que "con lágrimas en los ojos" le había agradecido por dos veces la ley del sólo sí es sí y que cuántas cosas habrían sido diferentes y que su generación les daba las gracias.

"Y uf" (sic). 

Así que me dio por pensar que, dado que para alguien que no ha cumplido los 33 una mujer de más de 50 ya es mayor, esa de las lágrimas en los ojos podría haber sido yo y que dejar pasar la legislatura sin reconocer todo lo que Irene Montero y sus hermanas de Unidas Podemos han hecho por nosotras es de una profunda ingratitud.

Reducirlo a poder firmar cheques a mi nombre, tener cuenta corriente propia o viajar al extranjero sin el permiso de mi esposo sería quedarme corta, así que les cuento.

Nada más nacer me vistieron de color rosa, lo que indudablemente condicionó mi identidad de género y todo lo que vendría después.

Como todas las niñas, jugaba con muñecas, preparaba comiditas con plastilina en una cocina de juguete, me disfrazaba de princesa, bailarina o enfermera, y leía cuentos de príncipes azules y final feliz. Me estaban preparando para ser lo que se esperaba de mí: esposa complaciente y madre abnegada.

Intenté practicar deportes masculinos. Atletismo, fútbol y, ya de mayor, esgrima. Pero siempre a escondidas. Si no estaba prohibido estaba mal visto, y yo aún no me sentía capaz de enfrentarme al sistema patriarcal (que, aunque por entonces no sabía lo que era, ya intuía que debía de ser un horror).

Sin embargo, cuando empecé a sentir que formaba parte de una clase oprimida fue cuando, llegada a la prepubertad, al ir a la playa, pasé del "culetín" al traje de baño completo. Ahora he sabido que me cubrían el pecho porque a los hombres les asustan las tetas, ya que son una muestra de poder matriarcal. Ojalá haberlo sabido antes.

Por no hablar de mi primera menstruación y las que siguieron. Todas lo vivíamos como una vergüenza y un tabú del que nadie hablaba (ni en privado). Recuerdo comprar las compresas y los tampones (sin saber muy bien lo que eran) en tiendas de barrios marginales y como quien traficaba con droga.

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Ciertamente, no nos aislaban en cobertizos de animales como en Nepal y, por suerte, no se nos prohibía ir a la escuela en "esos días", como parece que hacen en algunos países de África. Pero sólo porque asistíamos a colegios femeninos.

Hablando de colegios. Mis notas más brillantes siempre fueron las de las asignaturas "de letras". Llegué a pensar que se me daban bien los números e incluso tuve algún sobresaliente en Ciencias Naturales, pero me convencieron de que esforzarme en materias como las matemáticas, la física o la química era un error ya que mi cerebro femenino no estaba preparado para materias tan complejas. Y les creí.

Por suerte, pude estudiar una carrera universitaria. Hacerlo en los años 80 era impensable para una mujer, pero aun así, algunas pioneras, como yo misma, nos enfrentamos al sistema y entramos en la universidad con el mismo aplomo y el mismo miedo que el afroamericano James H. Meredith en la Universidad de Misisipi.

No fue fácil. Y eso a pesar de elegir una carrera como Geografía e Historia, que no era de las que estaban vedadas a las mujeres. Sin embargo, la negativa experiencia en la universidad de mi ciudad hizo que me plantease el doctorado (un paso de gigante para una mujer a principios de los 90) de otra manera.

Cambié de ciudad y en ese momento empecé a hacerme llamar Gari, un nombre que tanto servía para hombre como para mujer, y que evitaba las suspicacias de la pléyade de catedráticos misóginos que poblaban aquella facultad y que no me lo iban a poner fácil.

Leí la tesis doctoral a la manera de las lapidadoras de La vida de Brian. Con barba postiza y voz masculina. A eso, y no a mi trabajo, se debió que aquel tribunal formado sólo por hombres la calificase con un sobresaliente cum laude.

También fui pionera dedicándome a la política. En 2011, fui elegida senadora. Y aunque más de la mitad de la Cámara la formásemos mujeres e incluso en 1999 la hubiese presidido una mujer (Esperanza Aguirre, del PP), no por ello dejó de ser un hito. Ahora lo he sabido.

Obviamente, formé parte de comisiones como Educación, Cultura y otras en las que la presencia femenina era mayoritaria. Que defendiese la reforma de la Ley de la Carrera Militar fue una excepción fruto de una enfermedad repentina de todos los senadores (hombres) que podían haberla defendido. No volvió a ocurrir.

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Con la llegada de Unidas Podemos arribó a la política el verdadero empoderamiento femenino (y también la palabra "empoderamiento").

Sí, en el pasado había habido ministras y también madres lactantes en las Cortes (como lo fue después la podemita Carolina Bescansa) e incluso mujeres embarazadas. Pero comprendimos que todo lo logrado hasta el momento no tenía sentido porque nos faltaba lo más importante: la conciencia de ser víctimas y de haber vivido como víctimas.

Y a partir de ese momento, nuestra obsesión fue llegar a casa, solas, borrachas, sin depilar y sin sujetador. Y casi lo hemos conseguido.

Vivo en una calle peatonal antes iluminada por los escaparates de las tiendas y por una única y mortecina farola, así que la nueva ley de ahorro energético, al llegar la noche, va a dejar mi calle a oscuras.

Pero sé que cuando llegue a mi casa, sola (aunque no necesariamente borracha), si me topo con un violador en el portal, bastará que le diga "no es no" para que desista y salga huyendo.  

"Uf" (sic), Irene, Ángela, ¿cómo no daros las gracias?