El hombre de la mancha de vino en la frente era un icono universal, casi un amuleto como el que ahora buscamos debajo de las piedras para sortear este relámpago del destino. Pero aquella era la cara de Gorbachov y esta es la cruz de Putin.

Conocí a Mijaíl Gorbachov hace treinta años, durante semanas de asueto en su primer baño en el Atlántico junto a la compañera de su vida, Raísa, la joven de la que se enamoró en la universidad.

Mijail Gorbachov y su esposa Raisa junto a Carmelo Rivero (i) en Lanzarote en 1992.

Mijail Gorbachov y su esposa Raisa junto a Carmelo Rivero (i) en Lanzarote en 1992. Archivo

Gorbachov transmitía de cerca la imagen mediática de ser una buena persona. La estatura política que le dio un lugar sobresaliente en la iconografía del siglo XX reposaba sobre pilares humildes, hoy diríamos saramaguianos, de un ruso y un portugués, ambos con un Nobel bajo el brazo, ambos comunistas y con abuelos campesinos, ambos marcados por infancias pobres, ambos cultos y visionarios.

Conocí a Saramago y a Gorbachov en la misma isla, Lanzarote, donde no llegaron a coincidir, y recuerdo en ellos una manera de ser muy parecida. Ahora que ha muerto el expresidente soviético, asoman los rasgos humanos solapados inevitablemente por los hitos políticos de una trascendencia casi sobrehumana.

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Gorbachov, el Quijote ruso de la Paz, se ha ido presenciando una guerra que era su pesadilla por temor a un conflicto nuclear. En la isla canaria, en mi presencia, estuvo de acuerdo en citarse con su amigo George Bush para inaugurar el monumento de los misiles de César Manrique (un scud soviético y un lance norteamericano), que sigue siendo un proyecto inconcluso.

Gorbachov había conocido el hambre en su aldea natal de Stávropol, y eso había marcado su personalidad, adornada de un aire de nobleza campesina que le hacía ser cordial de un modo espontáneo. Su obra, llena de indudables aciertos en el exterior hasta enterrar las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, tuvo, sin embargo, una suerte distinta para su país.

Pero nada de ella se ve empañada por los desaires de Putin, devaluando su funeral, ni por el hecho de que terminara haciendo publicidad para sufragar los gastos de su fundación, pues todo eso queda eclipsado por su legado a favor de la paz, que es un mantra en horas bajas.

José Saramago y Pilar del Río, en Lanzarote.

José Saramago y Pilar del Río, en Lanzarote. Efe

Existía ya entonces la sospecha de que no habría otro Gorbachov. Raísa era vehemente respecto a Yeltsin. En nuestra presencia, azuzaba a su marido a decir lo que callaba. Ella tenía los peores augurios, él escribía entonces sus memorias en la isla y quería ser justo e imparcial con sus errores y aciertos. Hasta que explotó y dijo, “o Yeltsin rectifica o debe irse”. Ignoraba quién vendría después y vivió los últimos años de su vida mordiéndose la lengua, depauperado y enfermo.

En sus años de auge y declive, a caballo de los 80 y los 90, fue el artífice de un gigantesco cambio a nivel mundial, como quizá ningún otro dirigente en la historia. Diríase que Gorbachov fue un buen gobernante del mundo y un presidente aciago de la URSS. En Lanzarote me recordaba a los jerarcas de García Márquez descansando lejos de su tierra, en busca del otoño del patriarca, con el atenuante de su generosidad imperial.

El hombre que conocí no parecía venir de una sobrecarga de poder. Era alguien sonriente y amable, que a los 61 años parecía un patriarca zen de ademanes tranquilos. Intenté ganarme su atención. Me hospedé cerca de La Mareta, donde el rey Juan Carlos le ofreció descansar, y un día me concedió la entrevista que le pedí.

Durante los días que lo acompañé por la isla descubrí su dimensión humana. Era inevitable dejarse impresionar por la aureola de aquel estadista legendario, y, sin embargo, te acababa seduciendo por su sencillez. Creo que esta es una impresión compartida por todos aquellos que lo conocieron de cerca.

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A los pocos meses de abandonar el poder, él y Raísa estrenaban una faceta privada de matrimonio convencional envueltos en la inevitable fama de ser quienes habían sido.

Conocí al hombre que guitarreaba y cantaba, su sentido del humor y el abrazo fácil, como si el monstruo del poder, aún habiéndolo ejercido en un lugar tan siniestro como el Kremlin, no lo hubiera devorado como persona.

Al final de aquellas semanas, Gorbachov y Raísa nos invitaron a La Mareta a tres periodistas, Lucas Fernández, Martin Rivero y un servidor. Y durante la cita hablamos de los problemas del mundo con el líder que muchos analistas consideraban ya el más importante del siglo XX.

De todas las palabras de despedida que se digan en honor de Gorbachov, una lo define por encima de cualquier otra. La palabra paz, que da nombre al premio Nobel que le concedieron en 1990, cobra rango de sinónimo al lado de la palabra Gorbachov.

Hace 30 años exactamente, cuando lo traté ocho meses después de dimitir en diciembre de 1991, la persona que estaba detrás del mito se nos daba a conocer siendo el político más célebre del planeta. Un día me dio un abrazo en medio de las autoridades que le obsequiaron un timple, conocedores de su hobby como guitarrista.

Era de afectos efusivos. Su bonhomía proverbial, tan conocida a través de las imágenes de su mandato en contacto con la gente en la calle, era parte de su condición humana. No ejercía de populista, en verdad era un hombre cercano.

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Aquellos días se mostraba feliz y Raísa, tan heterodoxa para los rusos por el desenfado europeo de su estilo de vida, parecía repuesta del shock que le produjo el golpe de Estado a su marido, que duró tres días un año antes, en agosto de 1991. Ella iba a morir siete años más tarde de leucemia y él lo hizo este martes a los 91 años, exactamente 30 años después de aquel retiro veraniego en la isla de Lanzarote.

En ese momento eran un matrimonio que hacía por fin planes de vida privada tras bajar de la cima del poder en una de las dos potencias de aquel mundo bipolar. El idilio de Europa y Occidente con Gorbachov terminó bien, pero la URSS se deshizo y su renuncia al trono del Kremlin se produjo en mitad del colapso soviético, descartando aplastar por la fuerza a las repúblicas rebeldes y a su enemigo íntimo, Boris Yeltsin, que subido a un tanque contra los golpistas había ganado notoriedad y conseguido erigirse en presidente de la Federación Rusa. Gorbachov cedió.

La frase que nos dijo en Lanzarote en 1992, meses después sobre los acuerdos de desarme que había propiciado con EEUU, resulta hoy lapidaria: “La gente siente que o sobrevivimos juntos todos o va a pasar algo tremendo”.

Hace 30 años aún no estaba Putin, que hoy encarna el espíritu inmovilista del KGB que quiso derrocar a Gorbachov. Tampoco estaba Xi Jinping. Ni Kim Jong-un. Ni en el peor de los sueños se podía imaginar que un día en la Casa Blanca pudiera estar alguien de la catadura de Trump, como sucedió en 2017, en la gran víspera de las mayores convulsiones de nuestra era ocurridas desde 2020 hasta hoy.

Gorbachov se ha ido viendo cerrarse ese círculo de fuego, como si el golpe que sufriera al inicio de la última década del siglo pasado hubiera triunfado finalmente con Putin, jinete de este apocalipsis.

Gorbachov saluda a Putin en el Kremlin en el 2000, cuando volvió al palacio presidencial tras casi una década.

Gorbachov saluda a Putin en el Kremlin en el 2000, cuando volvió al palacio presidencial tras casi una década. Reuters

Gorbachov era Suárez en la Unión Soviética. Los nostálgicos de la dictadura nunca le perdonaron su Perestroika y su Glásnost, y la consiguiente desintegración de la URSS; como los franquistas renegaban de Suárez por desmantelar el régimen y consagrar el Estado de las autonomías. Los dos alumbraron la democracia en sus respectivos países.

Gorbachov no retrocedió ante cada desafío: promovió el fin de la Guerra Fría, redujo el número de ojivas nucleares con Reagan y Bush, y precipitó junto a Kohl la caída del muro de Berlín, que permitió la reunificación de Alemania. A Suárez y a Gorbachov les pasó lo mismo: les dieron un golpe de Estado, igualmente fallido, pero de consecuencias irreversibles y devastadoras para ellos política y personalmente.

Caminábamos todos los días por la costa de Teguise y yo contemplaba la escena con plena conciencia de ir junto al hombre que había dado los mayores pasos transformadores del siglo. Eran paseos junto al mar. “Es la primera vez que nos bañamos en el Atlántico”, comentaba.

Visto el curso de aquellos acontecimientos, da escalofríos imaginar los derroteros que puedan tomar estos de ahora. En aquel momento había estado en el Kremlin un hombre de paz, y en el tiempo de que dispuso dio auténticas zancadas para diseñar un mundo más feliz y seguro. Cometió errores de cálculo, que le costaron caro a él y a su país.

Ahora, en el horizonte hace tiempo que no sale el sol. En la larga noche de este tiempo oscuro ha muerto el último gobernante soviético que creyó en la paz. En la distancia corta, Mijaíl Gorbachov era un hombre entrañable, pero debajo de la piel había un ser dolido.

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En La Mareta, confesó que escribía sus memorias persuadido de los riesgos de la carrera nuclear, sin duda ajeno a la deriva que el futuro nos reservaba tres décadas después. Daba gusto ser testigos de que al otro lado del Telón de Acero había estado aquel hombre providencial, como caído del cielo.

En aquel instante, sin el bloque comunista ni barreras divisorias tras la Segunda Guerra Mundial, el mundo parecía Jauja. Pero Gorbachov arrugaba el gesto, su país naufragaba bajo la impericia de Yeltsin que trastabillaba en el poder y el padre de las reformas tenía un mal presentimiento. Yeltsin, que murió en 2007, nombró sucesor a Putin, el padre de todas las batallas actuales. Y enterró en vida a Gorbachov, que acabó promocionando pizzas y bolsos de Vuitton para financiar su fundación.

Cuando nos sentamos a hablar para la entrevista, por encargo del periódico El País, dijo que “todavía todo está por delante”, el título del capítulo final de su testamento político. La última pregunta contenía el corolario de sus logros: “¿Es consciente de haber sido el hombre que cambió el rumbo de la historia?” “Sí, lo sé”, respondió.