Dice Esther Doña que el juez Pedraz la ha dejado por Whatsapp, después de pedirle matrimonio, al grito digital de: “Nuestra relación es imposible, hablamos algún día”. Como el que te lo anuncia a voces desde un quinto, como el que te resume la movida en un mensaje en una botella. Se te vuela la peluca: fíate tú de la justicia española, parece que les cobren por palabra. Ni una subordinada, macho. El desprecio también es gramatical. Ha estado a dos cafés de calzarle un “nos vemos en los bares, chata”.

El juez Santiago Pedraz junto a Esther Doña.

El juez Santiago Pedraz junto a Esther Doña.

Digamos que Pedraz -más guapo aún por peligroso desde su escueta crueldad- ha dictado sentencia al estilo posmoderno, al estilo millenial, pura vanguardia de las rupturas. Teníamos que haberlo intuido: sus 64 años no los veíamos por ningún lado. Está hecho un chaval hasta para plantar a las novias. ¿Qué esperábamos, una misiva? Pero, ¿qué somos, decimonónicos? Estará harto ya el hombre de argumentar jurídicamente unas cosas y otras en el curro y este caso ha decidido ventilárselo rápido, que habrá que vivir, y todos -especialmente los casados- saben que la vida es lo contrario del matrimonio.

A mí me gusta el “nuestra relación es imposible” como fórmula de desplante, mucho más que el clásico “no eres tú, soy yo”, muy apoltronado ya, muy tontorrón y trolero, dado que es inverosímil que dejemos a alguien por otra causa que no sea él mismo. Ahora la cosa se ha sofisticado. Hemos ganado en afectación, hemos ganado en literatura. Este toque trágico y letal me pierde. “Nuestra relación es imposible”. Se lo diré a mi casero. 

Yo le habría añadido -esto ya es cocina de autor- un “cuídate”, que siempre me ha parecido un recurso elegantísimo que supura veneno en el centro de su aparente corazón diplomático. Allá late el trasfondo verdadero: “Cuídate tú… porque no pienso cuidarte yo”. En fin, una delicia. Unas banderillas bien puestas. 

Hablando en serio, yo únicamente defiendo la Escuela Pedraz -la de “si te he visto, no me acuerdo”- cuando uno sólo ha quedado unas cuantas veces con una persona y más bien de forma superficial, sin lazos, y planea picarle billete. No seamos buenistas, hay a quien no le debemos ninguna explicación, ningún careo, simplemente porque el affaire no lo merece: no llegó a tanto.

Aun así, los despechados exigen una función final, un cierre de carne y hueso. En algún punto masoquista parece que reivindican un abandono en directo, inescapable. Dicen que necesitan resolver el porqué -un ‘porqué’ flotante puede matar a un hombre-, dicen que quieren saber la verdad, pero, ¿pueden soportarla? ¿Están preparados para conocer los defectos que nos han alejado de ellos? ¿Habrá autocrítica o sólo complacencia? ¿Qué es “sinceridad” y qué es “mala educación” en estos casos? Un “echo de menos que atiendas a tu higiene bucal”, “tus amigos son retrasados y eso me hace pensar que tú también”, “follas raro” o “no cuentas nada interesante ni por error” también pueden despedazar a un ser humano. Más que el irse a la francesa.

Una certeza es que el esfuerzo que uno hace a la hora de dejarlo es proporcional a lo que te ha importado ese romance. Es una cuestión matemática pero también de estilo. Recuerdo cuando a María Teresa Campos, después de un largo y febril noviazgo, Edmundo la dejó por un mensaje que decía “adiós, no me llames ni me busques, porque será peor”. ¿Qué es esto, Ed, tío? ¿Una amenaza? ¿No querrás que vayamos a partirte las piernas? Peinas canas, amigo. Respétate y respeta a la mujer que te ha amado. Si no quedará a la luz de todos tu verdadera estatura.

A Carrie Bradshaw, en Sexo en Nueva York, el tolai de Berger la dejó por post-it: acabáramos. “Lo siento, no puedo. No me odies”. Otro al que le cobraban por caracteres, como en la época del SMS. Es probable que todos estos seres escapistas no tengan más que miedo, pero el miedo también envilece y deforma la concepción que tenemos del otro, y, lo más importante, el relato de nuestro propio pasado. Oxidan nuestros puntos de sutura. Ensucian nuestra memoria los que, después de querernos y de haberles querido, cogen la puerta de atrás negándonos el derecho a una despedida digna y considerada.

Le pregunto a mis amigos por sus experiencias al respecto y me llegan un sinfín de mensajes tétricos que en su día les tumbaron: “Me caes muy bien, pero vamos hablando para vernos más adelante”, “créeme, estás mucho mejor sin verme” -¡ojo!, ¡este crack nos está salvando de nosotros mismos!-, “a ver si pasa la tempestad de curro y hablamos con calma!, un besote” o “no puedo seguir quedando contigo, espero que te vaya bien, pero no quiero tener una relación ahora mismo”. Y un tremendo y doloroso etcétera.

Todos hemos sido Pedraz, todos hemos sido Doña. Pero lo que es seguro es que tenemos que aunar agallas y darle a cada relación el final que se merece. Sin ser una ONG, pero sin mutar tampoco en psicópatas. En el fondo, nuestra manera de despedirnos es también una foto de nosotros mismos, e intuyo que todos queremos salir guapos. No sólo somos lo que hacemos cuando estamos. Somos, sobre todo, la forma en la que cerramos la puerta.