La calle Enrique Granados de Barcelona es la última fijación del Ayuntamiento de Inmaculada Colau. Hace unos años, esta vía era más bien oscura y de un aire algo fantasmal.

Una calle de Barcelona durante la pandemia.

Una calle de Barcelona durante la pandemia. EFE

Lúgubre, comenzó a iluminarse cuando se ensancharon sus aceras, se redujo el tráfico a un sólo carril y el comercio despertó de su letargo. Donde hubo una cacharrería hay hoy un restaurante francés. Y el local que ocupaba un negocio de repuestos para automóviles ofrece ahora tostadas integrales de aguacate.

Los viejos habitantes se fueron muriendo y en sus pisos pernoctan turistas alérgicos a los hoteles. No es extraño ver, cualquier día, cómo unos forzudos operarios van sacando de un portal muebles de añeja madera, espejos tallados y butacas con la tapicería gastada. Una vida se ha acabado y, en su lugar, llegará otra adornada de anodinos enseres diseñados en Suecia.

Hay algún extranjero que, llamado por la buena fama de la calle y su excelente localización, se compra incluso una vivienda, como mi nuevo vecino, un mexicano que pagó casi dos millones de euros al antiguo propietario.

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El caso, o la fijación de la alcaldesa por esta vía, es económico. Se dice que no hay calle en todo el distrito con más terrazas. Uno puede comer mexicano, cocina clásica catalana, tapas modernas, pizza o platos del lejano oriente.

Hay incluso un restaurante espectáculo con enanos y señoritas disfrazadas de indígenas americanas, con plumas en la cabeza y muy ligeras de ropa. Subsiste todavía algún negocio de antaño, como el puticlub Pep's Corner, el restaurante Sense Pressa (qué paletilla de lechazo, qué ensalada de cigalas) o la (excelente) pescadería Frederic.

Bien, la maniática y obsesiva Colau ha decidido perjudicar en la medida de lo posible el éxito de Enrique Granados: a partir de ahora, todas las terrazas deberán cerrar a las 23:00. Lo que supone que sobre las 22:30 los clientes deberán levantar el culo de los asientos. Nada de sobremesas y a la cama pronto.

La medida se aplica sólo a la calle, no a las adyacentes, que seguramente se frotarán las manos ante la expectativa de una traslación del terraceo.

Me comentaba un restaurador que no va a poder servir ya cenas fuera, a no ser que aparezca algún guiri de esos que comienzan a zampar a las 20:00. El asunto es que, gracias al Ayuntamiento, y por si no hubiera sido poco el periodo pandémico, bajará su facturación un 20% aproximadamente. Deberá, así, reducir plantilla. Lo que se conoce, vaya, como políticas sociales de la nueva izquierda.

"¡Que nadie se quede fuera!", repiten. Será fuera de la cola del paro. En el fondo, dichas políticas buscan precisamente crear un paisaje chavista, el empobrecimiento general y la destrucción de la actividad económica privada. Y, en el caso particular de Barcelona, matar todos sus brillos, tan trabajosamente conseguidos durante los años del municipalismo de sentido común, en el que, por cierto, participaba un PSC-PSOE que ahora devasta la ciudad.

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No hay día en que la infantil y peligrosísima Inmaculada no tenga una ocurrencia. El contribuyente está ya pagando las faraónicas obras del nuevo tranvía, absurda y cara obsesión pudiendo reforzar la flota de autobuses, algo mucho más barato y eficaz.

Una mañana, un vecino baja a comprar el pan y encuentra que su calle está plagada de bloques o bolas de hormigón (ya han causado graves accidentes de motoristas) y el pavimento lo han pintado de colorines. A esto le llama el equipo de gobierno "urbanismo táctico" y comprende también la implantación de prohibitivos carriles bici, aunque los ciclistas sigan yendo por donde les da la gana.

Pero sobre todo, tal urbanismo es una guerra declarada a la racionalidad de Barcelona, la cuadrícula prodigiosa.

Y, cómo no, la intención de teñir de fealdad y tristeza propia del podemismo.