Ha causado cierto revuelo la intervención de Alberto Núñez Feijóo en el barcelonés Círculo de Economía, el pasado fin de semana. El nuevo líder del Partido Popular pronunció un discurso de principios que eran música celestial para una burguesía, la catalana, en estado de depresión tras el lío del procés. Una clase social que cometió, arrastrada por la Convergència enloquecida de Artur Mas, un error de dimensiones históricas.

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, en la Reunión del Círculo de Economía, en Barcelona.

El presidente del PP, Alberto Núñez Feijóo, en la Reunión del Círculo de Economía, en Barcelona. Andreu Dalmau Efe

La consecuencia de tal cosa ha sido no ya su irrelevancia en los asuntos importantes de España, sino en la misma Cataluña. Melancolía. Todos estos años en clave indepe uno se ha preguntado, sorprendido, dónde se habían metido quienes debieran liderar con inteligencia el devenir catalán, tan estrechamente relacionado con el devenir español.

La pregunta era retórica: estaban agazapados en sus clubes y restaurantes, sometidos a una mezcla de temor y equidistancia. Disimulado colaboracionismo, al fin. En general, han ofrecido la medida exacta de un provincianismo bobo, viendo arder sus negocios sin inmutarse.

Mientras, los políticos hacían su trabajo, es decir, calcular escaños y ponerse zancadillas. Hundiendo la autónoma comunidad hasta el fango de la demagogia nacionalista y el populismo neoizquierdista.

Han ocurrido cosas extraordinarias desde aquel infausto 2012 en que el pujolismo, de la mano de un Mas en plan Moisés guiando al pueblo, se pegó un tiro en el pie. En todo el vodevil, Barcelona ha resultado la más perjudicada al ser la perita en dulce, siempre rebelde, más deseada por el independentismo.

Por ejemplo, vimos llegar a un señorito catalano-francés (Manuel Valls) que, por exigencias del guion, nos regaló otra florida etapa de Ada Colau. El mal menor, lo llamaron. Luego se largó por donde había venido, no sin antes haber encontrado al amor de su vida. En fin, la Condal no cayó en manos de Esquerra Republicana, sino en las de una mujer bulldozer que ha laborado con ahínco (y con el apoyo del PSC) en pro de su destrucción.

Feijóo dijo en Barcelona que hay que "galleguizar Cataluña", expresando así el constitucionalismo practicado cuando en Palau despachaba Jordi Pujol. Es decir, retorno al pactismo perdido, que tanto dio a la gobernanza nacional (Madrid) y a las elites mediterráneas.

También afirmó, regalo retórico a la buena sociedad barcelonesa, que había que defender la "identidad" y la "personalidad", el mantra de las diferencias entre españoles tan querido por el electorado de esta parte peninsular, sometido a décadas de matraca catalanista.

El cometido del líder conservador no tiene misterio: sabe que sin influencia en Cataluña su partido, su ansiado gobierno, tendrá difícil viabilidad. Apela al statu quo del viejo bipartidismo, a un cometido histórico, la vuelta al orden constitucional como solución a la radicalización de los partidos catalanes.

En el PSOE quizás se pongan nerviosos, su poder puede depender también de una entente revisada con los restos moderados de Convergència, desesperados por el sorpaso de ERC, abocados a una ignominiosa intrascendencia. El loco de Waterloo no ayuda, precisamente, al apaciguamiento de las aguas.

En otro sentido, lo de Feijóo no ha gustado nada en Vox. Los de Santiago Abascal interpretan una bajada de pantalones, aceptación del proverbial chantaje.

Como tampoco agrada a quienes suspiran todavía por el espíritu de Ciudadanos, aquella victoria de Inés Arrimadas que parece que fue un sueño.

La integración de esos valores en los primeros tiempos de Pablo Casado (vía Cayetana Álvarez de Toledo) ha muerto. Así, torna el Partido Popular de siempre, si bien el panorama catalán está tan envenenado, prisionero de sus aventuras, que se antoja todo una quimera. La novedad sería tener en la Moncloa a un pujolista, esta vez con acento y proyección gallega.