Una tarde en la que fui a la casa de Antonio Escohotado, el hombre mágico me abrió la puerta y me dijo: “Querida amiga, ¿tú fumas? ¿Bebes? ¿Quieres algún tipo de droga? Nos echaremos al menos un porrito, ¿no?”. Le dije que con unos cigarros y una copa de vino iba servida, pero que los porros no me gustan porque me dan sueño. Le pareció bien. Me explicó que era una pequeña prueba. “No confío en la gente sin vicios. ¡Son tan sospechosos! Son incapaces de actuar como si nadie les estuviese viendo”.

Era verdad, porque al rato se plantó allí un fotógrafo de otro periódico al que le hizo la misma pregunta -y quien se negó a cualquier placer compartido- y quiso largarlo inmediatamente, sin contemplaciones. “Fuera de mi casa, hombre”. Al otro se le voló la peluca. “Antonio, vamos a ver, no te pongas así, deja al chiquillo que pegue dos disparos al menos, que ha venido a verte y vives en el quinto coño”, le decía yo. “Que no me gusta, que no me gusta esta gente”. Y posó al final, sólo una vez y sin quitarse la blusa del pijama, con un gesto de duende enfadado tan tierno que me hizo sonreír. Luego le invitó a marcharse. Y charlamos largo y misterioso entre el humo, como en los sueños con niebla.

Pienso en él -en el hombre que me enseñó a preferir la libertad a la seguridad- ahora que Pegasus nos espía y ya, efectivamente, no podemos actuar como si nadie nos estuviese viendo. Pienso en él ahora que, con la patraña de la protección, qué paradoja, ya no quedan lugares donde estemos protegidos; lugares donde ser incorrectos y felices a salvo de los mojigatos y los biempensantes. Totalitarios, al cabo, enjuiciadores; esa escoria que quiere salvarnos de nosotros mismos, como el Estado espía.

La intimidad es una gloria escasa: quizás lo más valioso y pervertido que tenemos, ahora que Instagram hace las veces de Pegasus y quien no se entera de nuestra vida es porque no quiere.

*

Hace poco vi algo que me pareció escalofriante: una pareja se grabó mientras esperaban el resultado de un test de embarazo. Al salir positivo, se besaron, y lloraron, y gritaron de alegría, todo ante la dichosa cámara. Me incomodó, fue extraño: sentí que yo no tenía por qué estar viendo eso, sentí que no estaba en el lugar que me correspondía. Qué hacía yo, una semidesconocida para ellos, metida en su sofá, escuchando sus vítores y cuchicuchis ante un momento tan sagrado. Me dio también miedo pensar que ellos mismos ya no podrían saber jamás cuál hubiese sido su reacción natural ante ese acontecimiento, su gesto de verdad, sin toda esa escamosa sobreactuación.

Sucede todo el rato: se graban las pedidas de mano, los partos, las recogidas en el aeropuerto, cualquier cosa algo emblemática. Yo no quiero recordar mi vida al detalle. Nuestra memoria construye ficciones necesarias. Y nunca somos los mismos si sabemos que una cámara nos graba.

*

En una ocasión dejé a un novio porque descubrí que había mirado mi móvil mientras dormía. Encima el iluminado no encontró nada. Chico, hay que ser más listo. La próxima vez no abras mensajes nuevos. Me parece una razón de peso para provocar una ruptura, aunque no faltó quien me llamó exagerada. Eso es porque la gente ha normalizado miserablemente acallar sus demonios, sus debilidades, sus inseguridades, cogiendo el teléfono de sus parejas para intentar saber lo que dicen sin entender que eso no es todo lo que piensan: a mí me parecen delincuentes de facto.

*

Fran Lebowitz decía que si ella estaba tan cabreada es porque tenía muchas opiniones pero ningún poder. Si alguien cogiese mi móvil, ganaría algunos enemigos y poco más. No tengo desnudos. No peloteo a políticos. No conspiro: no demasiado. No soy mala, pero sí revoltosa. No trepo. Sólo soy una chica que quiere jugar. Sólo soy una chica con opiniones pero sin poder. Afortunadamente para ustedes.

*

A Leopoldo María Panero le preguntaron una vez: “Oye, Leopoldo, ¿a ti te gusta la vida?”, y él respondió: “A mí lo que me gusta es la libertad. Prefiero ser un suicida antes que un zombi”. Qué hermoso y profundo. Libertad para nuestros chistes perversos, para nuestras maldades, para nuestro sexo, para nuestros vicios lúdicos. Libertad para no ser robots ni ser rehenes. Libertad para tener secretos. Libertad con riesgos: claro que es un precio asumible.

A mí, como a Panero, también me gusta más la libertad que la vida.