La derrota final de Marine Le Pen el pasado domingo fue celebrada en España por casi todos los partidos. Digo "casi" en razón de que en Vox no parecían muy felices con los resultados de sus homólogos galos.

Emmanuel Macron y Pedro Sánchez.

Emmanuel Macron y Pedro Sánchez. Efe

Aquí muchos comentaristas habían establecido ya los pertinentes paralelismos entre ambas formaciones bajo la sobada etiqueta "ultraderecha". Debemos alegrarnos, en cualquier caso, de que el "fascismo" se haya diluido ya en el vocabulario de la política nacional. Ya saben, se nos murió el fascismo de tanto usarlo y ahora cualquier idea que no esté dentro de la corrección general es inmediatamente tachada de ultra.

Volviendo la vista a Francia, este asunto resulta tan cínico como irónico.

Conservadores, socialistas, nacionalistas y comunistas estaban contentos. Yolanda Díaz se felicitó por la victoria de Emmanuel Macron con la grandilocuencia que le caracteriza cuando se pone trascendental: "Hoy, las demócratas de Europa respiramos con alivio. Gracias al pueblo francés, la extrema derecha vuelve a salir derrotada" proclamó en Twitter, no sin introducir a renglón seguido sus pensamientos chulos sobre la crisis social y climática.

No sabíamos que el presidente galo se hubiera convertido, de la noche a la mañana, al ecologismo antinuclear y al socialismo de postín. De hecho, extraña que su liberalismo no le condene al infierno derechista a ojos de Podemos.

O a los de su socio de Gobierno, un PSOE entregado al populismo izquierdista por la gracia de Pedro Sánchez. El hundimiento del socialismo histórico en Francia (que la gafe Ada Colau apoyó) guarda un exacto paralelismo con el abrazo pesoísta a los postulados podemitas, esos groseros mandamientos que dictan quiénes somos buenos y quiénes malos en función de nuestra fe woke.

El sanchismo no es Macron, sino el asilvestrado Jean-Luc Mélenchon bajo una pátina de presunto estadismo de Falcon y traje de corte slim. El Gobierno español integra al populismo ecomarxista de género y se sostiene con el apoyo de la xenofobia catalana y vasca, con Arnaldo Otegi, hombre de paz, al fondo.

Desde el Consejo de Ministros emiten, radio macuto, la incansable cháchara del apocalipsis populista, mientras cuelan en el BOE leyes que parecen redactadas por infantes desatados. Una realidad ignorada en Europa, quizás por la pervivencia del exitoso eslogan Spain is different.

Es este un Gobierno ideológico, a la par que mastodóntico, aunque el esforzado sanchismo intente disimularlo. El coste de mantener a Frankenstein resulta tan elevado como poco estético. Buscando entre el fervor general de sus miembros por el victorioso Macron, todo me parece una velada farsa.

El francés, por oposición a nuestros gobernantes, se dirige al electorado, a los ciudadanos en definitiva, libre de anclajes demagógicos. Le habla a la nación presuponiendo que la forman adultos y no niños con derecho a voto. Está, por tanto, a mucha distancia de las prácticas ya enraizadas en la política española, calada de ilusionismo y verborrea al estilo Mélenchon.

Incluso Le Pen, escorada en los valores del esencialismo patrio, del terroir antiélites, se dirige a las clases medias, caladero de votos de Agrupación Nacional, con firmeza republicana, poniendo énfasis en los problemas reales del pueblo.

Naturalmente, sus soluciones tienen un sentido populista, si bien estuvo a punto de dar la campanada gracias a la modulación del discurso chovinista. La debacle del viejo socialismo (Anne Hidalgo), el triunfo del liberalismo, la fortaleza lepenista y el elevado porcentaje de votos que cosechó la nueva izquierda rancia (la moda política trae semejante oxímoron) dibujan un panorama futurible a esta parte de los Pirineos. Teniendo en cuenta, insisto, que esa izquierda la representan aquí el sanchismo y el espacio chulísimo de Díaz, que tarde o temprano celebrarán una bonita unión.