Tiembla Europa mientras los proyectiles rusos atraviesan el cielo y las alarmas antiaéreas europeas resuenan en la hermosa Kiev. El presidente ucraniano decreta la ley marcial y señala que puede ser el inicio de una gran guerra en el continente.

Atasco a las afueras de la ciudad asediada de Kharkiv.

Atasco a las afueras de la ciudad asediada de Kharkiv. Antonio Bronic Reuters

Por desgracia, los europeos conocemos demasiado bien este tipo de conflictos. Ya los hemos vivido antes. Pero también sabemos que a la humanidad le fascina tropezar una y otra vez con la misma piedra (la primera gran guerra, la segunda, Corea, Vietnam, Irak, Afganistán, Siria) y apretar el mismo botón, el rojo. No aprendemos.

Y podríamos hacerlo de nuestros propios hijos. O, al menos, por ellos. ¿Cuántos padres y madres morirán como consecuencia de la beligerancia de Vladímir Putin, del fracaso de la diplomacia y de la debilidad de su gran rival estadounidense? Los niños no matarían, ni ocasionarían una pelea de consecuencias dramáticas. ¿Aprenderemos algún día de ellos?

Lolota nunca iría a la guerra de Ucrania. Bueno, ni a esa ni a ninguna otra. El personaje infantil de Kailas, de diez años, respeta los derechos humanos y odia los conflictos bélicos. Lo ha dicho en muchas de sus aventuras. En la nueva, en la que viaja a los Balcanes y visita Sarajevo, donde conoce el brutal asedio que sufrió esa ciudad en los años 90, se pregunta por qué no están prohibidas todas las guerras.

Parece un planteamiento superficial e inocente, pero no lo es tanto. Como muchos de los razonamientos de los niños, no hay nada más razonable que sus propuestas, aunque las atempere una dosis de inherente ingenuidad. ¡Prohibamos las guerras!

Por supuesto, no está permitido invadir países, comprometer su bienestar o asesinar a su población. Pero la humanidad lo lleva haciendo tanto tiempo que se nos olvida que esa también es una opción. Al menos para algunos políticos que creen en el expansionismo de su proyecto de gran nación, en su necesidad de someter a sus vecinos geográficos o en disputar la hegemonía mundial a otras superpotencias utilizando a terceros, que se convierten en involuntarios campos de batalla.

Estos últimos constituyen las verdaderas víctimas, esos ciudadanos con la cara ensangrentada que aparecen en las fotografías que llegan ahora de Ucrania, y que no entienden del todo qué está sucediendo. Ellos son los que salen malheridos, los que mueren o los que se enfrentan a la debacle que provoca una contienda militar.

"Nos venden al presidente / igual que nos venden ropa y coches / nos venden de todo, juventud y religión / igual que nos venden las guerras / quisiera saber quiénes son esos hombres en la sombra / quisiera oír a alguien preguntándoles por qué siempre están dispuestos a decirnos quiénes son nuestros enemigos / pero nunca a luchar o morir”, escribe el cantautor e intelectual norteamericano Jackson Browne en Lives in the Balance, una canción relacionada con Centroamérica en los años 80, pero que resulta del todo válida para el este europeo en 2022.

Y es que la propaganda lo justifica todo. La utilizó como nadie Goebbels para cometer las mayores atrocidades del último siglo y sigue siendo una de las herramientas más eficaces en todas las dictaduras.

La utiliza el régimen cubano para justificar la longevidad de una revolución intolerable. La usa Corea del Norte para esclavizar a su pueblo. La esgrime el Gobierno chino para controlar al 20% de la población mundial. La usaron en su beneficio Pinochet y Videla. Y, por supuesto, este nuevo zar de Rusia le saca brillo para justificar la invasión de un país soberano. Según Putin, solo está protegiendo a los ciudadanos rusos de los abusos de Kiev.

Lolota nunca iría a la guerra de Ucrania por voluntad propia. Es más, haría todo lo posible por evitarla. Pero si la guerra la alcanzara a ella, probablemente entraría en pánico, como tantos ciudadanos ucranianos en este momento crítico de la Historia, a partir del cual puede sobrevenir una tragedia de dimensiones incalculables. Eso también lo hemos vivido. Pero no. No aprendemos nada, tampoco de nuestros hijos.