Un nutrido grupo de escritores vascos, respetables muchos de ellos tanto por su acreditado talento como por su compromiso cívico, han dado en suscribir un manifiesto en apoyo de Mikel Albisu Iriarte, otro intelectual vasco de formación no desdeñable, que tiene sin embargo un pasado. Hace años se le conocía más por el sobrenombre de Mikel Antza, con el que llegó a ostentar la jefatura política de ETA. Decir que era su jefe político es algo que debe ponerse en su contexto. Por aquella época, entre los años 90 y principios de este siglo, la actividad de ETA consistía, sobre todo, en extorsionar y asesinar a ciudadanos que no se plegaban a sus dictados o trataban de impedir que siguiera matando.

Es decir, que ser jefe político de ETA no era muy distinto de ser jefe político de la Camorra o la N’drangheta, organizaciones que también se dedican a la extorsión y el asesinato. Quien está en la dirección de un grupo que mata y amenaza se impregna sin remedio del envilecimiento que esa actividad implica.

Por ese papel dirigente dentro de la organización armada, Mikel Albisu pagó con una condena de veinte años de cárcel que le impusieron tras su detención en Francia los jueces de ese país, y que ya cumplió, no en su integridad, pero sí con arreglo a las leyes penitenciarias francesas. Desde ese punto de vista, y dado que nadie puede ser juzgado y condenado dos veces por el mismo delito, es un ciudadano en la plenitud de sus derechos civiles, entre ellos el de rehacer su vida y conducirla de modo más provechoso y menos dañino que en aquella otra época.

Eso es, sin entrar en otros detalles, lo que a grandes rasgos, y con más eufemismos y deferencia hacia el afectado, propone el manifiesto firmado por los escritores vascos. Y la idea sería de todo punto irreprochable, si eso fuera todo lo que está encima de la mesa. Pero he aquí que desde hace un tiempo se instruyen unas diligencias judiciales, motivadas por la aparición de unos indicios que apuntan a la posibilidad de que Albisu interviniera, como inductor, en el asesinato, ejecutado a traición y sangre fría, del concejal del Ayuntamiento de San Sebastián Gregorio Ordóñez, legítimo representante del pueblo donostiarra al que se quitó de la circulación por oponerse a que ETA decidiera por el miedo lo que en democracia incumbe a la voluntad popular.

Es este un delito distinto, conceptual y cualitativamente, del otro por el que en su día se le condenó. Implica no sólo la connivencia con los asesinos, sino la adquisición, en primera persona, de esa condición odiosa, con grave reproche penal en toda sociedad civilizada. Por un delito distinto uno sí puede ser condenado, siempre que no haya prescrito, como es el caso, y puede corresponderle una pena superior, sin perjuicio de que por conexión con sus delitos anteriores se le abone la que ya cumplió en su día. El derecho penal, además, no es disponible para el juez: si aparecen esos indicios debe investigarlos.

Pero eso, aunque importantes, son formalismos jurídicos. Lo que no parece haber pensado ninguno de los firmantes del manifiesto, y sorprende y decepciona, es que tanto la familia de la víctima como la sociedad tienen derecho a que la autoría de crímenes tan graves quede establecida. Lo imponen la justicia, la decencia y la piedad hacia los tan injustamente avasallados.

Por lo demás, pueden estar tranquilos. En España, que es un Estado de derecho, los delitos y las penas no los atribuye un informe de la Guardia Civil, sino los tribunales, tras un proceso contradictorio y con derecho de defensa que en última instancia se halla sometido al escrutinio del tribunal más garantista del planeta en materia de derechos humanos, el TEDH. Nadie le va a hacer pagar a Albisu algo que no esté debidamente acreditado. A diferencia de lo que hacía su organización, juez y verdugo.

Para terminar, una hipótesis. Supongamos que apareciera el responsable de un delito grave imputable a los GAL, aún no prescrito. ¿Estarían de acuerdo esos escritores en que por bien del proceso de paz quedara impune? Este escritor cree que tiene más peso y debe prevalecer el derecho de las víctimas a obtener la justicia debida. Como, prevaleció, sin ir más lejos, el derecho de las familias de Lasa y Zabala, cuando aparecieron primero sus cadáveres y luego indicios contra unos guardias civiles.