Me gusta mucho lo que está ocurriendo en este momento con el feminismo porque ejemplifica perfectamente algo que venimos señalando algunos desde hace bastante tiempo: que alimentar monstruos nunca es buena idea. 

A una parte de las feministas les parece que las reivindicaciones del colectivo trans han adquirido un cariz “sectario”, que se están apoderando de manera “intransigente” del panorama social y político y que se ha transformado “en un delirio”.

Algunas de ellas han visto censuradas sus redes por manifestar sus renuencias ante la ley trans, han sufrido linchamientos públicos y han sido acusadas de tránsfobas por sus declaraciones. Tienen miedo a perder trabajos y amigos, a ser señaladas. Ven amenazados los derechos de las mujeres y han decidido formar un partido, el FAC (Feministas en el Congreso) para ser escuchadas.

Estoy de parte, obviamente, de todas estas mujeres. Ninguna de ellas debería enfrentarse al ataque de la turba digital enfurecida por manifestar sus ideas en voz alta. Nadie debería temer por perder su trabajo o sus relaciones si decide expresar sus convicciones. Cuentan todas ellas con mi solidaridad y, si lo necesitasen y en la medida de mis posibilidades, con aquello que pueda brindarles desde mi pequeño (minúsculo, imperceptible casi) espacio en el debate público. Pero. (Juan Abreu querido, permíteme la apropiación de este pero tan tuyo). 

Pero.

Es importante señalar que, quizá no ellas en particular, quizá no esa feminista concreta pero sí las feministas, eran no hace tanto las que señalaban como machistas y fascistas a cualquiera que no comulgase punto por punto con sus ideas, señalados como privilegiados y alienadas que no querían renunciar a sus privilegios, que deseaban perpetuar roles de género inaceptables diseñados por la falocracia estructural para invisibilizar y perjudicar a las mujeres por el mero hecho de serlo.

Se apoderaban de ese espacio social y político arrinconando cualquier conato de reflexión, de análisis profundo sobre nuestra sociedad y sus problemas, que los tienen, y tachaban de negacionista a todo aquel que osase cuestionar las más mínimas de sus consignas. Yo he visto atacar naves en llamas más allá de Orión, he visto amenazas que vosotros no creeríais, perder amigos y trabajos, tragar sapos y culebras. 

Es necesario recordar que el feminismo dio carta de naturaleza a un atropello a la presunción de inocencia como fue el #metoo, a los señalamientos y juicios públicos en redes basados únicamente en el testimonio de una mujer sin más prueba que la palabra de esta, porque tenía que ser creída sí o sí. Que la muerte social a la que se enfrentaron algunos fue bien vista y recibida, aplaudida y celebrada, por este movimiento.

No quiero decir con esto, insistiré hasta la saciedad, que me parezca bien que les ocurra ahora a ellas. Lo que quiero decir, lo que digo, es que tolerar ciertas actitudes, legitimarlas y aplaudirlas como actos necesarios y admirables cuando aquello que defienden coincide con nuestras ideas pese a ser muestras de intolerancia e inadmisibles desafueros, arrastra a consecuencias tan lógicas como que podamos sufrirlos nosotros en nombre de otras causas más o menos justas en cualquier otro momento.

O, parafraseando liberrísimamente a Wiston Churchill, con esta desvergüenza mía, lo que estaremos es alimentando al cocodrilo pensando equivocadamente que así le calmamos cuando en realidad a lo único a lo que podemos aspirar al nutrir monstruos, siendo muy optimistas, es a ser devorados los últimos.