Un día como otro cualquiera, en esa gigantesca ágora que son las redes sociales, alguien me dijo, terminante, que para defender España (ante la amenaza separatista) había que ser español y cristiano.

Los llamados conservadores se creen que pueden hablar de Dios y no tener que dar más explicaciones. Se creen que, con ello, ya están diciendo algo, justificando algo.

El creyente se cree con más autoridad para hablar de Dios que el ateo, porque cree él tener una relación real con Dios que, por lo visto, no tiene el ateo. Pero eso es precisamente lo que se discute: si Dios no es, ni creyente ni ateo tendrían relación con él (aunque uno de ellos creería tenerla). Y si Dios fuera, ambos igualmente la tendrían (aunque uno de ellos creería no tenerla).

En cualquier caso, la idea de Dios es algo que el propio creyente reconoce ignorar (la esencia de Dios es ininteligible para la teología), mientras que el ateo la entiende como imposible (la idea misma de Dios es absurda, luego ni siquiera tiene sentido preguntarse sobre su existencia, como sería absurdo preguntar por la existencia de un círculo cuadrado).

La cuestión es que ser español no requiere de ninguna prueba de existencia más que la de probar que se pertenece, como ciudadano, a un Estado que actúa en el concierto internacional, y que significa una serie de derechos y obligaciones derivados de dicha pertenencia. Sin embargo, ser cristiano, en cuanto a pertenencia a una comunidad de fieles, requiere de cierta prueba de verdad sobre los contenidos doctrinales de dicha religión, en torno la que se forma dicha comunidad. Sobre todo, para distinguirse de otras.

Ahora bien, se produce aquí una paradoja sobre la prueba de la fe, que sitúa al creyente en una aporía insalvable: si el creyente no prueba su fe, esta se vuelve absurda (no racional); y si la prueba, y toda prueba es prueba racional (no hay otra), entonces la fe se vuelve superflua (no hace falte creer lo que ya se puede conocer racionalmente), y así la fe no tendría ningún mérito.

El mérito de la fe consiste, precisamente, en creer en lo que no se sabe, ni se puede saber. El contenido de la fe, por lo tanto, es algo que no se puede conocer por definición (de Dios, como contenido de la fe cristiana, nada se puede decir: es inefable), sino que sólo es susceptible de conocer aquello que Dios mismo dice de sí mismo (la Revelación, esto es, la Biblia), lo que implica una falacia de petición de principio (se pide el principio de Dios como prueba de su propia existencia revelada).

“Si te busco es porque ya te he encontrado”, decía San Agustín. Al final la única prueba de fe es la propia intensidad de la convicción o creencia, sin salir del círculo vicioso de la petición de principio. Toda fe, aun mediando todas las sutilezas de la teología que se quieran, es fe ciega o de carbonero (credo quia absurdum).

Pues bien, con esto pretenden esos llamados “conservadores” dar lecciones de política y de moralidad. Es más, se creen que pueden hablar de Dios como útil para la polis, incluso necesario para el buen orden social, e irse de rositas sin tener que justificar dicha creencia por creerla inspirada sin más.

Y entonces aquí se insolentan, y exigen respeto a sus creencias frente al ateo, cuando reconocen, a su vez, que sus creencias (el contenido de la fe cristiana) no se pueden justificar racionalmente. Es un don, una sabiduría especial, cuya fuente, de nuevo, es el mismo Dios.

Precisamente, y este es el diagnóstico decadentista de los llamados conservadores, es el olvido de ese don, derivado de la laicidad y la secularización de las sociedades contemporáneas, lo que ha puesto en degeneración a las sociedades actuales a perder de vista los principios y valores, de inspiración cristiana, que están en las sociedades occidentales.

Sostienen que hay que recuperar al primer plano de la vida política los valores (cristianos) de lo sagrado para restaurar la armonía social que reinaba en la comunidad política cuando estaba inspirada por esos valores. Unos valores que, sin embargo, creen innecesario justificar.

Pero resulta que la política es común. Todos participamos de la polis. De la religión, no. La fe no es común y el Estado sí lo es. No todos pertenecemos a la comunidad de files cristianos, pero sí a la comunidad política. A ver si se enteran, sobre todo lepenistas y trumpistas que campan últimamente por España, de que sacar a la plaza pública los valores de lo sagrado como valor político es sectarismo y privilegio: ponen la fe como condición de ciudadanía.