Le vi el cáncer a una distancia de cinco o diez metros. Presidía una merienda con amigos en el McDonalds, estaba sentado en una silla de ruedas y le colgaban cables por todas partes. El cáncer se asomaba en sus ojos hundidos, en su piel blanca como la nieve, en sus labios pálidos, en sus dedos finos y en unos calcetines rosas, enormes, que le amurallaban los pies. Hasta el traje verde hospital que le cubría parecía blanco.

Lo vi a través de la cristalera de ese McDonalds que está en la falda de La Paz. Me acercaba y no podía dejar de mirar. Él hablaba y sus amigos, con unos ojos que imaginé vidriosos, escuchaban. Tendrían trece, catorce o quince años. Afuera ya era de noche y también vi, desde lejos, la luz verde del aparato que coordinaba su medicación.

Me tocó hacer mi pedido en una máquina a un par de baldosas de esa mesa. Escuché la primera frase sin querer. Luego escuché queriendo. “Yo no creo en esa teoría que dice que sólo puede existir un mejor amigo (…) Todos vosotros sois lo mejor que me ha pasado en la vida”.

Alcé la vista. Ninguno de los amigos respondió. El cáncer también se le asomaba por la voz. Era una voz a medio camino entre la afonía y la debilidad, como impulsada por el aparatito de la luz verde. Me quedé bloqueado, mirando abiertamente y por un momento tuve miedo de que alguno de ellos se girara hacia mí.

Se echó a llorar. Entonces, sí, uno de los amigos se levantó, rodeó la mesa, le cogió la cabeza, esa cabeza herida de quimioterapia, y la abrazó. Sosteniéndola con las dos manos, la acurrucó con firmeza y se la acercó a la barriga. Así estuvo un rato. Todos miraban en silencio. Tendrían trece, catorce o quince años.

Cuando salía el tique de mi pedido, yo ya había dejado de escuchar. Porque le daba vueltas a la imagen, a las frases de hacía un minuto. Entonces, rodeé la mesa para salir a la terraza y escuché el verbo “morir”. No me giré, seguí caminando hasta la puerta. Desde la terraza, otra vez a través de la cristalera, le vi apoyar la cabeza en la mesa y echarse a llorar.

Repasé las caras de los amigos y me vino a la mente la frase del obituario que escribió Jabois el otro día: los imaginé diciéndose “¿por qué se tiene que ir si nos cae tan bien?”. La vida es eso: aprender a despedirse de los que nos caen tan bien. Pero ellos tendrían trece, catorce o quince años y habían extraviado el mejor derecho que se tiene a esa edad: las puertas abiertas, la ausencia de pasado y la borrachera de futuro. 

Mis amigos también se habían dado cuenta y miraban en la misma dirección. También callaban. Como si de un huracán se tratara, pasaron por mi cabeza todas esas cosas que él jamás descubrirá: el primer sueldo, las novias cortas, la novia de verdad, los libros complejos, la primera corbata, las películas imprescindibles, el sexo con y sin amor, los vuelos largos, la barba desaliñada, las noches que amanecen, los días fugaces, el dolor de una ruptura, la ilusión de un proyecto que empieza…

Y esa sensación tan poderosa, quizá la más importante, la de darse cuenta un día, como el poeta, de que la vida iba en serio. Pero, ¿cómo va a asumir un niño que la muerte va en serio si no lo ha sabido de la vida?

En esas estábamos, callados, cuando la silla de ruedas y la hilera de chavales recorrieron el caminito a nuestra espalda. Se coló otra frase: “Acordaros de mí”. No tuve que apuntar ninguna de ellas, todas se iban clavando en alguna parte. 

Fuimos a La Paz porque habían operado a la hija de Itxaso y Jaime, la pequeña Carolina. Itxaso, que conoce muy bien ese McDonalds, nos dijo: “Cada día sucede una historia como esta. Cuando nos vamos a casa, me doy cuenta de que La Paz me pone en mi sitio”.

Yo no sé cuál es ese sitio, tengo la esperanza de que es un lugar que nos obliga a la vida, que está lleno de sonrisas como la de Carolina cuando dice “agur”; pero sí sé, mientras escribo, que en la primera habitación de ese “sitio” hace frío, falta el aire y es como si el suelo se moviera; porque todavía me tiemblan las piernas. Tendrían trece, catorce o quince años.