Ana Iris Simón publica columna y sube el pan. Es decir la criatura “esta boca es mía” y se llena Twitter de la bilis de activistas transexuales con columna, creativos malasañeros de piso interior compartido, PAS cuarentones a sueldo de los padres, cantautores concienciados con problemas de hace 50 años, adelantados a su tiempo si hubiesen nacido en los 60, aspirantes a Carrie Bradshaw dospuntocero sin Manolos ni talento, coléricas esquizofeministas poliamorosas, tahúres de la retórica en 280 caracteres, aliados de saldo con Fanta en el bolsillo.

Como diría Sabina, estaban todos menos tú.

La última gran ofensa de Ana Iris ha sido hablar de sus amigos y decir que son los mismos que tenía en el instituto. Hereje. Pero en realidad daría igual de lo que hablase, porque lo que molesta de Ana Iris es otra cosa.

No es lo que dice, que es lo mismo que podría decir cualquiera. Es cómo lo dice. Porque no lloriquea ni se autocompadece. No se pone victoriana, ni pide las sales, ni esputa odio y rencor por los rincones con la manita en la frente. No señala a Los Otros como culpables de todos sus males.

Y la felicidad, por mínima que sea, o la ausencia de afligimiento ostentoso en su defecto, es la kryptonita de los que no tienen otro mérito que su imagen de buenísimas personas, el woke de manual. Es un vade retro me, satana en los morros de los hiperconcienciados con la causa justa de moda. Porque no se puede instrumentalizar, no es moralmente rentable para el profesional del activismo constante.

Ana Iris lo tenía todo, la chiquilla, para ser musa de esta izquierda progre (que Elvira Lindo me perdone), adanista y tuitiva, tan solidaria. Es mujer, minipunto por colectivo oprimido. De la España vacía, minipunto por discriminación territorial. Familia de feriantes, minipunto por sufrir clasismo. Hija de divorciados, minipunto por traumita en la infancia. Dos ERE a sus espaldas y sin trabajo fijo, minipunto por víctima del capitalismo. Si es que sólo le faltaba un lesbianismo y una intolerancia alimentaria para ser perfecta.

Pero va la tía y se desmarca con un libro que es una fiesta más que una feria. Y artículos en los que se muestra orgullosa de sus raíces, feliz por sus logros y por los de los suyos, con la nostalgia luminosa de los recuerdos felices, generosa y rumbosa. Y se planta con todo el salero delante de quien haga falta, un Pedro Sánchez cualquiera, para ser incómoda y exponer sus ideas con la frente bien alta, sin sentirse ni presentarse como víctima de nada, sin pedir que nadie la salve. Abajo la impostura y la afectación.

Podría haber escrito un Feria oscuro desde la autocompasión y la rabia, señalando a los privilegiados y al capitalismo como causantes de todos sus males. A los hombres y a la derecha (perdón, ultraderecha), de cada plan vital fallido. Y ahora sería referente del buenismo y estaríamos viendo a los que cada semana la menosprecian y señalan jaleándola y gritándole “olé, olé y olé”.

Podría, incluso, ante esos ataques casi patológicos, reaccionar, en lugar de con delicioso humor y calma, diciendo que son por ser mujer, que es violencia machista. He visto hacerlo por menos, lo juro (no doy nombres porque soy muy discreta y porque a Isabel Calderón Peces-Barba no la conozco de nada). 

En la era de la emocionalidad exacerbada, del griterío afectado y la autoindulgencia del clíquiti calmaconciencias, Ana Iris Simón es una anomalía imprescindible, desquiciante para los acomodados en el único lado moralmente legítimo de la historia. No se le perdona que, aún estando en la izquierda y con ideas de izquierdas, no se haya plegado, sumisa y zalamera, a los modos victimistas ni al discurso revanchista de un segmento ideológico, pazguato y tontaina, llorica y tardoadolescente, que ha secuestrado el término izquierda convirtiéndolo en algo meramente nominativo. A años luz el ideal del método. Poco nos pasa.