Estamos completos. Hasta nueve veces escuché estas palabras el sábado pasado cuando intentaba reservar mesa en un restaurante para este sábado próximo. Nada, no había nada. Completos estaban. Ocho días antes ya.

Y eso, cuando tuve la suerte de que me respondiera una voz humana sobre la marcha y no una centralita con respuesta pregrabada y programada: todas nuestras líneas están ocupadas, permanezca a la espera. En este caso, pasaban los minutos y nadie se ponía al teléfono. A veces, se cortaba la comunicación. O, impaciente, colgaba yo.

¿Estaba medio Madrid, como quien dice, intentando hacer una reserva? Y todavía faltan lo menos tres semanas para las simpáticas comidas prenavideñas. ¿Tienen ahora los restaurantes (de cierto postín) centralitas automatizadas como las empresas grandes o los centros oficiales? Ya hay centrales de reservas, operadores y empresas que gestionan las reservas (como con hoteles, salas de espectáculos y medios de transporte, entre otros) para un conjunto de restaurantes, aunque no garantizan la mesa hasta hablar con sus clientes. ¿Qué está pasando?

Que nos hemos echado a la calle, eso está claro. Se ve por todas partes, empezando por el calamitoso tráfico. Pero, en teoría, ya nos echamos a la calle cuando bajó la quinta ola, en el verano, y también antes. Y, por supuesto, después. Y también nos echamos a los trenes, a los aviones y a los autobuses. Y a casi llenar los hoteles. A día de hoy, en noviembre, ¿podemos seguir hablando de las ganas que tenía el personal de salir después del confinamiento? El confinamiento queda lejos, aunque no, ciertamente, la posibilidad de ocupar bares (y barras) y restaurantes sin restricciones.

La hostelería sufrió, desde luego, durante las semanas y meses peores de la pandemia. Pero después, con el jovial e interesado aliento de Ayuso en la nuca, está a tope. Se hundieron los bares pequeños o estrechos, los restaurantes de pocas mesas, todos los que no tenían posibilidad de instalar terrazas en las aceras y en las calzadas. Pero cualquiera diría que el resto reverdeció, incluso con alza compensatoria de precios. El mal tiempo menguará el asalto a las terrazas y las colas para pillar mesa, pero, mientras tanto, esto es la guerra.

Madrid siempre ha salido salidor, noctámbulo y disfrutón, pero esta efervescencia comedora y bebedora no parece normal. Los vecinos están elevando la voz contra el ruido y las dificultades de aparcar en su calle por las terrazas que han invadido el asfalto. Aunque es más que probable que ellos mismos salgan de fiesta a otros barrios. ¿Más dura será la caída?

¿Es todo consecuencia del confinamiento, de la liberación del tapón que impedía la salida del gas y las burbujas, o hay algo más? Dicen que la inflación sube, que la economía y el empleo no mejoran como se esperaba, que están en marcha conflictos laborales serios, que hay y habrá riesgos de desabastecimiento de ciertos productos… Hay, sin pandemia y con pandemia, la percepción de que el mundo en general está raro, anómalo, inquietante. ¿Será eso?

No seré yo quien propague una visión milenarista o apocalíptica, pero se diría que la gente tiene la sensación de que el futuro, a cualquier plazo, no está garantizado. No es seguro. ¿Estamos empezando a practicar resueltamente la filosofía del carpe diem? Como si estuviéramos en vísperas de alguna hecatombe, de alguna radical ruptura. Como si no hubiera mañana, que se dice ahora con gran frecuencia. ¿Nos quieren así?, ¿nos queremos así?

Horacio escribió: “Abraza el día y confía mínimamente en el futuro”. ¿Estamos en eso o me he lanzado a la filosofía barata? Y todo porque no encontré mesa para celebrar mi cumpleaños en nueve restaurantes de Madrid con ocho días de antelación. Ustedes mismos.