Dicen algunos maestros que el columnista no debe compungirse ante el dolor del político: “¡Es materia literaria!”. Pues que me quiten la columna. Un par de lágrimas mojan ya mi teclado. Pienso en Carlos Iturgaiz y le escribo esta carta de amor… porque no tiene nadie que le escriba. Y me duele en lo más hondo.

Carlos está en el escenario. Ha viajado a Granada desde el País Vasco. Ha renunciado a un fin de semana en familia, al fútbol con los amigos y a una cena romántica. Puede que a mucho más. Está, decimos, en el escenario. Le empuja ese compromiso político atávico, extraño a ojos de sus sucesores.

Cree Carlos que la palabra todavía tiene valor en la política. Peor incluso: cree que la tiene en la guerra civil auspiciada por los geniales estrategas del PP. El sudor resbala su sien. ¡Es el momento! Está a punto de caramelo ese aplauso que borrará de golpe el dolor de sus renuncias.

Carlos afina. ¡Carlos dispara! Cuelga del labio esa frase que ha preparado letra por letra en el avión. “¡Sois rehenes de las políticas…!”. De pronto, suena la música. Uno de los últimos éxitos de Jennifer López. Le cierran el micrófono a Iturgaiz, que sigue en el escenario, pero ya nadie le mira. Es un fantasma. ¡El último justo de Sodoma! 

El reggaetón anuncia la entrada de Pablo Casado en el auditorio. Piensa Carlos que esa es la música que escuchan sus hijos cuando se adentran en la noche. Piensa Carlos, también, que eso es música de manubrio –así la llamaba mi tío Canuto–.

La cámara sigue enfocándole. El Partido Popular acaba de humillar como nunca antes a uno de sus históricos. ¡A uno de los que se jugó la vida! Pues ahí está, hundido, estupefacto, forzando una sonrisa con la vista puesta en Casado. Aplaudirá, incluso. Todos juramos con Carlos Iturgaiz a la vez. Si fueran mañana las autonómicas, podría incluso gobernar. Es imposible no solidarizarse con este hombre.

¡Para un barón que no había entrado en la contienda! Un tipo llano, honesto, que miraba desde Euskadi el despropósito de las nueva generaciones al frente del partido. Cuentan las malas lenguas que ha comprado cientos de ejemplares del libro de Cayetana y que los reparte gratis por Vitoria a todos los afiliados. 

Más de un estratega genovés cabreado, al leer esta columna, pensará: “¡Qué mal gusto! Qué falta de pudor. Fue un error de coordinación. Le dan coba a cualquier cosa”. Y quizá tengan razón, pero estarían olvidando que no se trata de una anécdota, sino de un síntoma.

Un síntoma de que el líder necesita, ¡sí o sí!, música para entrar a un auditorio donde le esperan los suyos. Sólo los suyos. Un síntoma de que la palabra ha quedado enterrada por el ruido. Un síntoma de que la performance vale más que el discurso. La acumulación de síntomas, ya lo saben, suele conducir a la enfermedad.

Tan necesario es ‘rodar’ un vídeo en el que aplaudan en masa a Casado que es un mal menor si se hace a costa de pisotear a un hombre que milita en el PP desde hace un porrón de años.

“¡Un, dos, tres! ¡Avanza! ¡Un, dos, tres! ¡Avanza!”. Avanzaba la dirección del PP, al ritmo de la música, escaleras abajo. “¡Un, dos, tres! ¡Avanza!”. Y el séquito popular avanzaba, efectivamente. Muy rápido. Todos sabemos adónde, menos Casado y sus estrategas, que siguen empeñados en bailar lo último de Jennifer López mientras todo arde a su alrededor.

En ese instante, con la mano puesta en la cabeza de su gato, apoltronado en un sillón de cuero viejo, Miguel Ángel Rodríguez exhaló el humo de su habano y sonrió: “Ganamos hasta sin jugar”.