La actitud de Gabriel Rufián (conocí a una psicóloga que se llamaba Regadera, hay apellidos que predestinan) al negarse a contestar a un periodista en el Congreso de los Diputados no debería sorprendernos, sino preocuparnos. Siendo este el órgano constitucional que representa a todos los ciudadanos y siendo, pues, Rufián (de primero, no calificativo) uno de los representantes del pueblo, deberíamos estar, como poco, inquietos y recelosos ante semejante prueba de ausencia de espíritu democrático.

O, dicho de otra manera, de que una amenaza manifiesta contra esta y sus principios básicos, contra nuestro Estado de derecho, se encuentre instalada en las propias instituciones del mismo.  

Negarse a “participar de burbujas mediáticas de la ultraderecha”, eufemismo  de “no voy a contestarte por escribir en el medio que escribes”, no es más que la expresión en voz alta de un convencimiento íntimo de que con el que piensa diferente no se habla, se le niega la respuesta. Se le silencia, en fin. Y aquí tendríamos el germen del pensamiento totalitario: sólo hay un punto de vista legítimo y ese es el que diga yo. Y punto.  

Lo desolador de esto es que a muchos de los que les parece fatal esta actitud hoy les parecería fenomenal si fuese, me lo invento, Santiago Abascal negándose a contestar, es un poner, a CTXT. Y entonces los que protestarían, tarascas y palabrones, serían los que hoy lo ven, más que bien, requetebién. Porque nuestro sesgo autocomplaciente nos permite ser laxos con unos y extremadamente exigentes con otros, coincidiendo estos con “los malos” (o sea, los que no piensan como nosotros) y aquellos con “los buenos” (nosotros, los que piensan bien).

Bendita superioridad moral, placebo brutalista calmaconciencias que nos es negado a los descreídos.

Lo que no deja de ser curioso es que sean precisamente los que más atentan contra los valores básicos de las democracias aquellos que más energía destinan a alertar sobre los terribles peligros que nos acechan. Algo así como si un oso, confortablemente instalado en nuestro sofá y merendándose a nuestros hijos, nos insistiese en cuidarnos del lobo que asoma allá en lontananza. Y nosotros ofreciéndole té y pastas, no vaya a ser que si le decimos que eso no se hace vaya a decir que somos muy poco democráticos. O ultraderechistas, incluso.